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Do it yourself

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Finjo vacaciones –que no tengo– y hago lo que todos con el tiempo extra: averiguar si existen estantes para la heladera –quebrados hace un lustro–, reordenar placares para no tirar nada, comprar un silloncito. No tengo éxito en faenas hogareñas, y lo mejor hubiera sido entregarme al ocio mansamente. Los sillones para el jardín vienen en prietas cajas para armarlos en familia.

La primera traba es que faltan listones. Hay que reclamar, el Easy no tiene teléfono, voy en carne y hueso, me dicen que en Lugano quizás esté la parte que olvidaron, y si bien la culpa es de ellos, mi vida se complica. Finalmente los tornillos vietnamitas no van con las roscas malasias, el sillón queda fulero, pero está bien como mueble barato para pasar el verano.

No comprendo el placer imperativo del DIY (do it yourself). Acá debería llamarse “hágalo usted mismo”, lo que proféticamente se abrevia HUM: duda y cinismo. Hay partes muy preensambladas, lo cual hace pensar que bien podrían haber ensamblado todo el resto y ahorrarnos la carpintería. Pero lo que venden es la ilusión del oficio, la habilidad del padre de familia: actúe usted por un momento de macho proveedor y vaya a la caza de sus muebles como si bisontes fueran. He intentado en vano comprarles a los del Easy sus muebles exhibidos y usar mi tiempo en sentarme a leer sobre el sillón ya armado. Pero todos los artículos expuestos tienen ya alguna fallita y no los venden. Son los engañapichangas de la compra masculina, y me tranquiliza saber que ellos también han fracasado un poquitín al intentar dar vida a los elementos inertes de la caja.