COLUMNISTAS

Dos comunistas inspirados

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La trilogía Millennium de Stieg Larsson es la responsable de que la novela policial haya trasladado su sede de Londres, París y Los Angeles a Estocolmo. Las asombrosas ventas mundiales de la saga pusieron de moda los crímenes de una región donde el índice de delitos es bajísimo. Antes de Larsson ya se consumían los libros de Henning Mankell, pero ahora proliferan las traducciones de suecos, noruegos, daneses e islandeses.
En general, no se trata de grandes libros. La escritura rudimentaria de Larsson y las sobrehumanas andanzas de Mikael Blomkvist y Lisbeth Salander, genios tecnológicos, maratonistas sexuales y campeones de las causas progresistas, se hacen insufribles. El inspector Wallander de Mankell es un cliché andante, compensado con la violencia hiperbólica de los asesinos, que por alguna razón evitan los métodos sobrios como el tiro o la puñalada. Hay cierta truculencia bergmaniana (strindberguiana, hansumiana) entre estos suecos y sus vecinos, lo que se nota también en las monsergas religiosas de Asa Larsson, en las borracheras del Harry Hole de Nesbo, en los niños abusados de Johan Theorin. Y también cierta compulsión por la corrección política, tan notable en la prosa de asistente social del islandés Arnaldur Indridason.


Por suerte, tanta mediocridad tiene una compensación radiante. Gracias al boom, se está distribuyendo en la Argentina la reedición de Roseanna, el primer libro de la serie del inspector Martin Beck, que Maj Sjöwall y Per Wahlöö publicaron entre 1965 y 1975. Se trata de una curiosa edición de bolsillo de RBA, que incluye un absurdo adminículo de plástico llamado “dedo lector” cuyo fin es mantener el libro abierto utilizando una sola mano. Wahlöö (1926-1975) y su mujer Sjöwall (1935) eran miembros del Partido Comunista y sus libros –según declaran sus sucesores– fueron pioneros en unir el relato de detectives con la denuncia social.

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Afortunadamente no se nota, como sí ocurre entre sus pesados herederos. Roseanna es una obra maestra, comparable con las de Simenon y Chandler. Tal vez se trate del relato policial más puro de todos los tiempos, ya que se apoya solamente en los procedimientos de rutina que van llevando –con una lentitud apasionante– a la identificación de la víctima primero y al descubrimiento del asesino después. Así como la eficacia de Beck no se basa en la intuición ni la puntería, sino en la paciencia y el trabajo en equipo, el de Wahlöö y Sjöwall lo hace en un magistral manejo del tiempo y la precisión. Si los procedimientos policiales son rigurosos, los literarios son exquisitos. Una relación sexual se describe mediante la transcripción de un interrogatorio. La descripción de la escena de un crimen resulta ser la de una fotografía de esa escena. El conflicto conyugal del protagonista (que se terminará divorciando en un libro posterior) se insinúa en pequeños gestos. Pero cierta idea de universalidad es la mayor clave de la obra. Beck comparte sus investigaciones con policías de otras ciudades e incluso de otros países, como el teniente Elmer B. Kafka (!) de Nebraska, EE.UU., o con Vilmos Szluka de Budapest, donde transcurre el segundo episodio de la saga. Esa masonería a escala planetaria es la de los lectores, pero también una metáfora de que el mundo es un texto que admite ser decodificado, que no es ajeno a la comprensión humana (y por eso, en el fondo, leemos policiales). Pero es un texto muy difícil. La influencia de Sjöwall y Wahlöö ha sido inmensa y uno la puede detectar incluso en series como Prime Suspect o The Wire. Los casos de Beck fueron llevados al cine en varias oportunidades. Pero sólo una película, que yo sepa, logró llevar hasta el fondo esa melancolía frente al desconocimiento y la incertidumbre que caracterizan la tarea del investigador: la sorprendente Zodiac de David Fincher.