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Dos días, dos fiestas

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La llegada de Mauricio Macri al poder no es ninguna novedad. Lo tuvo siempre. Nació con poder económico, se internó en la selva espesa del poder civil a través de la asociación sin fines de lucro más grande del país, ejerció ocho años la jefatura de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y ahora baila en el balcón de la Casa Rosada mientras su vicepresidenta pone en juego su amistad con el papa Francisco karaokeando No me arrepiento de este amor, de Gilda: “Después de cerrar la puerta/ nuestra cama espera abierta/ la locura apasionada del amor”. ¿Nos cambiamos o nos desvestimos?

Esta introducción sucinta nos habla un poco del quién. El cómo está a la vista de los recuerdos históricos recientes. Mauricio Macri no cedió a la tentación de entrar en la política a través del peronismo de Menem y formó con paciencia su propio espacio, un espacio de elementos verbales y filosóficos autobiográficos. Es un team leader que ha hecho escuela, algo que puede rastrearse en la estela que dejan los últimos años para comprobar –no sin el asombro que produce ver sus efectos– que ya en 2007 sostenía un discurso evasivo con las líricas viejas y nuevas de la política, libre de “ideologías” y con la tendencia a dejarse llevar por una fuerza pragmática de la que el propio Macri reveló sus componentes frente a la multitud que lo acompañó en Plaza de Mayo: es un hombre con vocación pero falible. Vocación y falibilidad. De la identidad de estos términos, y de sus relaciones múltiples, dependerá nuestra suerte en los próximos cuatro años. Porque aún falta saber en qué sentido va a orientar su vocación y qué fallas pueden producirse en ellas.

Ya estamos hablando del para qué. Es evidente que Macri tiene vocación de poder, pero también de servicio. De lo contrario se habría entregado al dolce far niente, algo que la gestión presidencial le impedirá hacer a partir de hoy. Pero el perfil de esa vocación de servicio recién va a poder ser descubierto una vez que los actos de gobierno empiecen a transcurrir de manera secuencial, formando un sistema de simpatías y exclusiones.
Mientras llega la hora de la verdad, al discurso de Macri ante la Asamblea Legislativa podemos considerarlo en términos generales como “modernista” en oposición a lo clásico, y lo clásico de la política argentina es el peronismo. No parece una referencia vana que en su discurso Macri sólo haya citado a Arturo Frondizi, un presidente ambiguo que se movió entre la “modernidad” y la proscripción de Perón.

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Todo está en el futuro, con la salvedad –las cosas van a mil– de que ese futuro ya empezó. Vayamos rápidamente a lo que el propio Macri llamó “mensaje central” de lo que quería transmitir en el Congreso: convocar a todos a aprender “el arte del acuerdo”. Si bien el concepto de aprendizaje es un factor clave en el lenguaje de nuestro flamante presidente, y él se siente muy cómodo adjudicándose con inteligencia una identidad de aprendiz de la que siempre obtiene crédito (¿qué error podría no cometer aquel que está aprendiendo?), habría que decir que no hay aprendizaje del arte de acordar sin un aprendizaje previo del arte de discutir. La discusión es el caballo, el carro es el acuerdo.

En dos días el país tuvo dos fiestas con multitudes emocionadas y felices en las calles. Una de despedida, la otra de recepción. Es mejor tener dos fiestas que una o ninguna, y es evidente que es posible manifestarse como siguiendo una línea de montaje siempre que los invitados no entren a la fiesta equivocada. Pero el suceso en sí no es que se va un país y otro se queda. Se quedan los dos, y los dos gobernados por un solo presidente que prometió invertir su humanidad para unir el aceite y el agua.

Se fue Cristina, como tanto deseaba la mitad del país. El sueño electoral terminó. Ahora todo el espesor emotivo, la densidad de carácter, el glosario ideológico y los actos políticos que quedan vacantes hay que llenarlos con algo.

 

*Escritor.