El presente año 2008 no parece traer complicaciones económicas insalvables, especialmente a partir
de algunas medidas tomadas recientemente, por antipáticas que sean, que han servido para consolidar
la situación fiscal y moderar expectativas inflacionarias.
Efectivamente, con las nuevas retenciones, el Gobierno se está asegurando un superávit
primario del orden de los US$ 12.500 millones, que se acerca al 4% del PBI estimado para el año.
Las cuentas externas están también muy sólidas. Las exportaciones pueden crecer más del 25%,
como consecuencia de los mayores precios en dólares, y los mayores volúmenes exportados, y
compensar el mayor crecimiento de las importaciones. El superávit comercial nuevamente va a crecer,
quizá superando los US$ 13.000 millones. La oferta neta de divisas del sector privado puede ser de
US$ 15.000 millones.
Este año no hay fuertes vencimientos de deuda pública; colocando otros US$ 1.500 millones a
Chávez y otro tanto en el mercado local, se enfrentan sin sobresaltos. Y las reservas ya superaron
los US$ 50.000 millones, monto equivalente a la suma de la Base Monetaria y los Lebacs, lo que
resulta sumamente razonable.
El PBI, aun en las estimaciones más prudentes, crecerá al 6%, y quizá más, en un contexto de
rentabilidad empresaria adecuada, aunque mucho menor que los altos índices registrados en el 2005.
La inflación real, el gran tema, puede estar en los niveles del año pasado, levemente por
encima del 20%, o un poco por debajo, si se implementa una política consistente en los próximos
meses. Pero está claro que no hay riesgo de espiralización, ni tampoco muchas chances de que caiga
demasiado.
¿Se mantiene el dólar alto? Hay una serie de procesos que no van a complicarnos en
los próximos meses, pero pueden amenazar la continuidad de la recuperación en el 2009, justamente
un año político, que podría reeditar para la presidenta Cristina Kirchner, las desagradables
sorpresas que en 1987 y 1997 sufrieron los presidentes Alfonsín y Menem, respectivamente.
El principal problema es la inflación, y no sólo porque los asalariados y jubilados comienzan
a sentir cómo se les erosionan sus ingresos cotidianamente, aunque una vez al año crean
recuperarlos. El problema de una inflación que no es admitida oficialmente es que limita las
herramientas del Gobierno para enfrentarla.
En un contexto de una inflación del orden del 20% es muy peligroso seguir devaluando el peso,
porque se pueden disparar las expectativas, provocando alzas en las tasas de interés, y mayores
correcciones de precios. No es lo mismo devaluar la moneda cuando la utilización de la capacidad
instalada está al 50%, que cuando está al 85%, o cuando casi desapareció el desempleo.
El Gobierno en estos dos años ha tenido la enorme suerte de la gran devaluación del dólar
frente a otras monedas, lo que ha permitido una ficción de estabilidad del peso, mientras se
devaluaba con relación al euro, al real, y a casi todas las demás monedas. Pero la realidad es que
nuestro peso se ha apreciado en gran medida frente al dólar, como consecuencia de la inflación real
que hemos sufrido. Es a lo que los empresarios industriales y los productores agropecuarios se
refieren con total precisión: “los costos suben mucho en dólares”.
Si comparamos el nivel actual del peso, en términos reales frente al dólar, vamos a comprobar
que estamos aproximadamente un 50% por encima del nivel de diciembre de 2001, menos de la mitad de
los niveles alcanzados en el 2004, cuando la crisis ya había quedado atrás.
Esta es entonces la trampa en la que estamos a punto de caer: es peligroso devaluar el peso,
porque puede dispararse la inflación, pero también es peligroso no hacerlo, porque significaría
abandonar uno de los principales pilares, junto con el superávit fiscal, de la actual política
económica, que ya ha generado 70 meses seguidos de crecimiento.
Mientras el dólar siga debilitándose el problema es disimulable, pero en algún momento puede
suceder que los europeos y los asiáticos no quieran perder más competitividad y decidan bajar las
tasas de interés. O que los que lleguen a la Casa Blanca en enero 2009 anuncien que se retiran de
Irak, y baje el déficit fiscal esperado de los EE.UU. En cualquier caso, puede sobrevenir una
corrección en el precio de la divisa norteamericana, y quedaría en evidencia la apreciación del
peso en los últimos años, y consecuentemente, la necesidad de devaluar nuevamente.
Por estos motivos es muy importante aprovechar la calma económica de este 2008 para echar las
bases de una política anti-inflacionaria más sólida que la actual.
¿Cuáles son esas bases anti-inflacionarias? En primer lugar hay que ir desarmando
gradualmente toda la estructura de controles de precios, tarifas irrisorias y subsidios que hoy
distorsionan el buen funcionamiento del mercado. Este sistema ya dio todo lo bueno que podía
ofrecer en los primeros años de la recuperación. En el 2006 ya fue necesario imponer férreos
controles y adoptar medidas como las limitaciones a las exportaciones de lácteos y carnes, cuyas
consecuencias nocivas se sienten en estos meses, por el colapso en la producción. Y en el 2007,
ante el agotamiento de la efectividad de los controles, empezó la manipulación del INDEC, lo que ha
sido tremendamente dañoso para la economía argentina, y sin reportar beneficio alguno, ya que hoy
el público está más dispuesto a creer en cualquier estimación extraoficial, antes que en los
índices divulgados por el organismo oficial.
El costo de no tener un dato oficial creíble ha impedido a la Presidenta referirse al
problema inflacionario en su discurso del 1º de marzo último, lo que es muy grave. Pero más grave
aún es que ni el ministro de Economía ni el presidente del Banco Central puedan referirse al tema
inflacionario, ni a si las tasas de interés son negativas, o referirse a las metas inflacionarias
para los próximos meses.
Sería sumamente auspicioso si en el segundo semestre de este año pudieran converger la
inflación real, con la oficial, en niveles del 1,2% mensual, o algo más si es necesario. Eso
posibilitaría plantear metas inflacionarias realistas para el 2009, logrando una reducción muy
suave, que no implique ni restricción monetaria ni apreciación cambiaria, que son recetas que en el
pasado han fracasado.
El 2009, además, puede traernos las consecuencias de una crisis externa, que por ahora sólo
está golpeando a los Estados Unidos, pero cuya magnitud hace poco probable que se limite a eso. Más
que nunca, entonces, deberíamos aprovechar la relativa calma de estos meses para hacer los cambios
que nos permitan navegar las más turbulentas aguas de los próximos años.