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El acto de nombrar

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Hay algo temible en ponerle nombre a los hijos. Como si uno pudiera intuir las miles de veces que el hijo va a tener que pronunciar esas palabras. Al nombrar modificamos el futuro. El hijo crecerá dentro del nombre, casi no podrá pensarse a sí mismo fuera de su nombre. Será como una parte de su cuerpo, lo va a escuchar hasta el infinito repetido por amigos, profesores, solicitado por extraños, empleados de control, abreviado, disminuido, anglificado, italianizado, lo escuchará con todas sus variantes. Aprenderá a escribirlo, su sangre circulará dentro de esa serie de letras. Será algo indivisible de su cara. Y sin embargo es extraño pensar que hubo un momento en que los padres dudaron. “¿Y si mejor le ponemos Arístides, o Glauco, o Eleodoro?” y el destino tembló, su brújula vital giró loca hacia ese rumbo nuevo que le estábamos por dar. Todos debemos tener un nombre que casi nos ponen.

Defiendo la teoría de que a los hijos hay que ponerles nombres fáciles de llevar por la vida. Que suenen bien, que a uno le gusten, pero sobre todo que no se presten a chistes eternos, que no haya que deletrearlos. Mejor no buscar originalidad en ese punto. Después el hijo tiene que arrastrar tu acto de inspiración el resto de la vida, explicarlo, sufrirlo. Hay países más propensos a la rimbombancia del nombre. En Puerto Rico cuando los lectores me acercaban un libro para dedicarlo (fueron dos o tres, pero usemos ese plural multitudinario), tenía que pedir que me deletrearan: Xiomara Awilda Ruiz Rivera de los Ríos Merypí. ¿Merypí al final? Sí, Merypí al final.

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En nuestro país hubo un momento en los 90 cuando, para nombrar a los recién nacidos, se empezó a abandonar la inercia del santoral y en las plazas se escuchó por primera vez a madres exclamando frases como ésta: “¡Jonathan, cuidado con Shirley!”. Hollywood ya le estaba ganando al Vaticano. Ahora tenemos en Roma un Francisco I argentino. ¿Le dará Bergoglio el nombre a un postre, como hizo el Papa proclamador del dogma de la Inmaculada Concepción, Pío Nono? Parece que Dios no era argentino, pero el Papa sí.