COLUMNISTAS

El agua se ha ido, permanece su fantasma

El escritor Juan José Becerra relata sus vivencias del temporal.

La secuencia. Esta serie de imágenes forma parte de un conjunto de más de medio centenar de fotografías que tomó un vecino de Tolosa.
| Cedoc

Parecía una tormenta normal pero el peso del agua era diferente, como el de una lluvia metálica. Se sentía la presión empujando los techos y borrando toda la variedad musical de las lluvias ordinarias, que sacan una nota distinta de cada material que tocan. Fueron dos descargas interminables, de más de dos horas cada una. Interminables y rectas, como si sucedieran en un enorme laboratorio donde se estuviera estudiando la conducta de un diluvio en el vacío.

Entre ambos picos, y creyendo que no habría naturaleza capaz de formar un segundo a la altura del primero, salí a buscar a mi hija, a tres kilómetros de casa. No andaban los semáforos y ya había gente haciendo compras en la línea de negocios que dan al pequeño bosque de la estación de Gonnet, señales clásicas de un final de tormenta. Para la segunda descarga ya estaba otra vez en casa, un poco fastidiado por el error de cálculo que me impidió advertir lo que iba a caer del cielo inmóvil mientras guardaba el auto. Entré hecho sopa y llamé a mi hijo mayor para saber si estaba a resguardo. Es grande y sabe cuidarse, pero me quedo más tranquilo si me lo demuestra. Cerrado el círculo de seguridad sobre los íntimos, si la tormenta supernumeraria quería regresar, que regresara.

La lluvia, primer entretenimiento de la humanidad, sigue siendo un espectáculo de la naturaleza que vale la pena volver a ver. Me asomé a una ventana y vi correr un arroyo por la calle en pendiente en la que vivo (un arroyo cordobés, caudaloso pero bajo), y luego la tormenta se agotó como si alguien, el mismo que la abrió dos veces, hubiera cerrado una llave de paso.

A las 11 de la noche se cortó el servicio de Cablevisión y Fibertel, y aquí se produce una laguna en mi experiencia inmediata. Sin televisión ni periodismo digital, siameses que aman las catástrofes, me quedo sin noticias. Por WhatsApp llegan mensajes de amigos en problemas, pero la señal se corta y por lo que ha ocurrido en mi cuadra –nada– se puede pensar que mañana será otro día y entonces conoceremos las novedades esperables, y un poco aburridas, sobre la aventura inocua de otra inundación.

Pero no hay aislamiento, accidental o voluntario, a cuyas costas no llegue tarde o temprano el oleaje de la realidad. La mañana se presenta silenciosa y quieta. Las noticias no son buenas y llegan directamente de sus fuentes. Llamo a mi amigo Marcelo Miró, que vive en 23 y 35, barrio de La Loma. En su manzana hubo ocho muertos. Llamar “río” al desfile de agua negra que pasó por su calle, entró en su casa y acumuló 15 autos en la esquina no representa con fidelidad los hechos naturales, ilegibles cuando se desatan por sorpresa. El agua no pasaba: se centrifugaba en conos.

Marcelo vio que el agua trepaba a una velocidad inusual. Primero a un centímetro, después a diez, más tarde a cuarenta y, de inmediato, a ochenta. Con semejante crecida, impulsada por saltos que llegaron a una altura de dos metros, decidió llevar a su mujer y a sus dos hermosas niñas al altillo. Pasó la noche contándoles cuentos blancos que iluminaran un poco la oscuridad y, sobre todo, les impidieran escuchar los gritos de socorro de los vecinos.

En la radio y en la televisión, varios periodistas conservadores se dedican a despuntar el vicio que más les gusta: hacer, tener y divulgar un “discurso”, como si tuvieran un perro rabioso atado que cada tanto necesitan soltar. Se los percibe sobreindignados, pese a que están secos. ¿Qué sería de ellos sin esa vena dramática? Atacan “la política”. La atacan porque creen que la política, como las promesas de la religión, puede ser capaz de administrar milagros y revertir catástrofes. Creen en la política como en una fuerza todopoderosa. Esa fe no puede no ser antropocéntrica y exageradamente citadina. Como contrapartida, no parecen creer demasiado en la presencia material de la naturaleza cuando se dispone a destruir.

Pero el intendente Pablo Bruera aportó lo suyo por omisión. Nadie puede reprocharle a un intendente si fracasa su plan de ayuda frente a un poder incontrolable, pero se le debe exigir que al menos tenga uno. El entendió tarde la escala del fenómeno, que ya le había tocado con mejor suerte en febrero de 2008, sin que desde entonces se le ocurriera a su funcionariado ensanchar los arroyos o pensar dos veces si las redes de soporte de la ciudad son capaces de aguantar la plaga de edificios cada vez más altos que se construyeron en los últimos años.

A los bomberos de Nueva York, como es sabido, no se los estima porque apagaron los incendios de las Torres Gemelas sino porque, desbordados, derrotados antes de salir del cuartel, hicieron lo que pudieron. Hacer todo lo que se puede es el poder de la política, a mitad de camino de la omnipotencia (hacer todo) y de la inoperancia (no hacer nada), y bastante lejos de la comodidad de no hacer nada porque no se puede hacer todo. Que Bruera haya estado en Río de Janeiro o en La Plata es un asunto de la oficina de migraciones y no de la política, porque una gestión pública no depende tanto de si el jefe está como de lo que su gobierno hace.

Mi primera excursión al desastre es a media tarde. Voy a Ringuelet a buscar a Catalina Rodríguez, hija de mi amigo Rody, quien dentro de todo tuvo suerte: el nivel del agua en el interior de su casa sólo fue de medio metro. Toda la mano de obra de la que dispone la familia trabaja para sacar –si no borrar– lo que entró. Inundación equivale a invasión. Pero el testimonio del desastre no está en ningún lado tan claro como en la marca más alta que ha dejado el desborde en los frentes de las casas y en las carrocerías de los autos que, como coladores, se escurren al sol. El agua se ha ido, permanece su fantasma. Es un momento para recordar la frase de Werner Herzog, captada por su pensamiento durante una estadía en la selva: “La naturaleza se rinde acá sólo después de batallas ganadas”.

En la ciudad no hay clases, no hay trabajo, no hay transporte y hay un solo tema de conversación. Los sobrevivientes cargan detalles a su autobiografía. Es el único valor agregado al que se puede aspirar en el desastre. Después de cenar voy de Gonnet al centro. Es el primer viaje vertical del día en dirección al frente del colapso. No hay luz en las calles, lo que hace que la ciudad desaparezca en la noche y el artificio de la electricidad regrese al lugar que le corresponde. Cuesta creerlo, pero la luz artificial no es natural. Se nota sólo cuando falta y accedemos sin trampas a la penumbra terrestre. La entrada a La Plata por calle 13 es un paisaje inaceptable. Todas las cosas están fuera de lugar. Todos los protocolos narrativos y escenográficos de la fantasía apocalíptica con que nos han llenado la cabeza la literatura y el cine forman una realidad nueva. La neblina no ayuda para convencerme de que eso que veo no son efectos especiales.

Enciendo las luces altas y veo cientos de autos abandonados en ángulos extraños, sobre las ramblas, en las veredas, con el capot y las puertas abiertas o montados unos sobre otros (una camioneta Toyota parece “servir” a un Ford K). Las luces de las grúas siembran la Avenida de Circunvalación, donde la tierra ha quedado esculpida por el paso del agua. El desplazamiento pesado de los Unimog del Ejército y el patrullaje histérico de los cuatriciclos del Grupo Halcón (y sus jinetes armados con M16) le dan dos velocidades –la del control y la de la persecución, respectivamente– a la vigilancia nocturna de las ruinas. Pero si algo hay en pie en toda la ciudad son las putas y las travestis de Diagonal 73, que brillan en la oscuridad como bestias incandescentes. Deben saber que el sexo es un buen placebo para la depresión y, más que en otras noches, un verdadero servicio. Pero no hay un mercado próspero a la vista.

Voy a La Loma. El silencio es el producto colectivo de las personas que deambulan en círculos por las veredas, cruzan la calle como espectros y apilan desperdicios en la oscuridad. Frente a cada casa hay montañas de objetos inutilizados que podrían responder al nombre genérico de “material íntimo”: colchones, papeles, álbumes fotográficos, ropa, vajilla, sillas, cuadros, libros, discos. Todos elementos de contacto diario en los que de algún modo se hace presente la muerte en dosis homeopáticas. Muchas casas frágiles que se alzaban en las orillas de los ríos se fueron enteras con la corriente. El ambiente social hierve en la segunda noche después del temporal. El supermercado Vea de 525 y 9, donde en 2008 un asaltante de 17 años mató a una cajera de un tiro en un ojo, es una fortaleza donde se refugian los grupos policiales de elite, una oscuridad adentro de otra oscuridad. El único lugar donde sobra luz es 7 y 523, donde la Cruz Roja recibe donaciones frente a las cámaras de televisión.

Las aguas ya bajaron, y la única novedad sociológica que puede reportarse ocurre a la madrugada en La Loma. Grupos de personas de a pie, en carro o a caballo –la Argentina medieval de la tracción a sangre– investigan las montañas de desperdicios y obtienen alguna utilidad inesperada de esas bajas. Es el último eslabón de la cadena patrimonial que ha decidido entrar en acción para que a la escena más triste de la historia de La Plata no le falte nada, ni siquiera el pasado.

(*) Escritor.