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comienzos

El arte de matar

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Las prácticas criminales de la Argentina de los 70 iluminan sombríamente los procedimientos que los Estados presuntamente civilizados de Occidente y las facciones presuntamente salvajes y musulmanas de Oriente utilizan para demostrar presencia o simular ausencia a la hora de matar.

Ya fuese por solicitud del propio presidente que las alentó o las armó a imitación del siniestro somatén español, ya por la torva inspiración del Brujo o la inepta de la viuda que reemplazó a Perón, lo cierto es que la Triple A, nacida de las filas teológicas del peronismo ortodoxo y hecha a base de hampones y sindicalistas, y culatas y policías, eligió señalar, divulgar, anticipar sus movimientos asesinos, y luego difundir el terror de su accionar por la vía de la más extrema visibilidad y la mayor impunidad: sus crímenes llevaban firma y eran exhibidos como efecto de una “ejemplaridad” disuasiva. Presumiblemente, Perón las había amparado y creado para impedir que las fuerzas armadas asumieran la tarea represiva y luego decidieran apropiarse del resto de las funciones del Estado y de la represión general. Su propósito era didáctico: combatir a los irregulares guerrilleros con los irregulares del Estado nacional. Pero finalmente las Fuerzas Armadas montaron el teatro de su propio Proceso y, quedándose con todo, ejercieron su arte de matar invirtiendo el procedimiento anterior: a la exhibición canalla sucedieron siniestros el ocultamiento y el silencio. Mataron callando y escondieron los cuerpos de su delito y negaron su accionar. Los desaparecidos constituían una imprecisión límbica, no estaban ni no estaban. La muerte no tenía firma y carecía de explicación. Así las cosas, los asesinatos firmados por las facciones yihadistas de toda laya (Charlie Hebdo incluido) asumen esa función de extrema visibilidad con idénticos fines disuasivos y atemorizantes, sus subrayados son los de una crueldad cuentapropista: un muerto, dos muertos, doce muertos, una bomba, veinte muertos, la invasión a una aldea, doscientos muertos. Son la ostentación de un poder que no alcanza a constituir su hegemonía como evidencia y desaparecer luego en el uso del sentido común de su propio poderío. El terrorismo de Estado sólo permite constituir un Estado a pleno si en la instancia superior de su desarrollo logra invisibilizar su ejercicio. Desde la Guerra del Golfo en adelante, los muertos por sus bombas fueron reemplazados por el espectáculo pirotécnico de misiles convertidos en luces de colores, las potencias de Occidente han logrado emprender sus tropelías geopolíticas y energéticas haciendo desaparecer periodísticamente las pruebas de su práctica al mismo tiempo que reescribían, legitimando y normalizando su accionar, mediante filmes patrioteros y sensibleros. Nos cansamos de ver soldados norteamericanos combatiendo y torturando, y asesinando iraquíes que no entendían los beneficios de ese producto de importación no solicitado.

Desde luego, los hechos existen, pero también existe el lenguaje, y la disputa no discurre respecto de lo ocurrido, sino sobre la construcción de un sentido. He seguido con mucho interés las lecturas de la masacre de Charlie Hebdo: me consta, por consenso colectivo, que algunos integrantes de su redacción fueron asesinados por un grupo criminal que se reivindicó musulmán; pero ya he visto videos por internet que explican que la bala de la Kalashnikov debería haber reventado como una sandía la bala del policía asesinado-no asesinado, y que la relación entre aquellos enmascarados –que gritando en perfecto francés que Alá es grande estacionaron a gusto en medio de la calle de una ciudad saturada de vehículos– y los dos yihadistas muertos por las fuerzas de seguridad francesa es tan arbitraria como la relación entre las cosas y las palabras, y que todo es un pretexto del Estado francés –o de los oscuros servicios que lo habitan sin control del Ejecutivo y el Legislativo– para justificar sus incursiones en Medio Oriente, como el atentado a las Torres Gemelas habría sido el pretexto organizado por George Bush para la invasión a Irak. Los hechos puros se disuelven en la parafernalia de la interpretación. Y esto recién empieza.

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