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El atlas de los adultos

En El infinito viajar, Claudio Magris cuenta que a los sesenta años pidió licencia en su cátedra de literatura para inscribirse en un curso de inglés intensivo en Londres y Oxford. Sorprende que el insigne germanista, que domina el latín, el griego y unas cuantas lenguas modernas, no sepa inglés o, al menos, no sepa todo el inglés que le gustaría.

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En El infinito viajar, Claudio Magris cuenta que a los sesenta años pidió licencia en su cátedra de literatura para inscribirse en un curso de inglés intensivo en Londres y Oxford. Sorprende que el insigne germanista, que domina el latín, el griego y unas cuantas lenguas modernas, no sepa inglés o, al menos, no sepa todo el inglés que le gustaría y que dedique su valioso tiempo a redactar, según nos informa, un composición sobre la vida de un lechero británico. La iniciativa de Magris tiene algo de infantil, aunque es un gesto de optimismo apostar a que el aprendizaje no tiene límites de edad.

En otro de sus libros, Itaca y más allá, el autor reivindica a su compatriota Emilio Salgari, cuya jerarquía literaria está ciertamente lejos de Goethe, de Cervantes o de los otros escritores de los que allí se ocupa. Pero Magris le atribuye a Salgari un papel importante como lectura que permite abrirse hacia lo extranjero: “Las novelas de Salgari se convierten en el primer atlas de la variedad terráquea, reconducida por algunos arquetipos esenciales de lo universal-humano, la historia y la geografía, la expresión de la familiaridad con la multiplicidad y la diversidad, con los bucaneros de las Antillas o los buscadores de perlas de Malabar”.

Intelectual respetado, candidato al Nobel, especialista en materias eruditas, viajero impenitente, Magris parece en principio el absoluto opuesto de Salgari, un escritor para chicos, de prosa poco distinguida, que imaginó aventuras en todo el planeta sin salir nunca de Italia. Hasta la sosegada y respetable vida de uno contrasta con la azarosa existencia del otro. Pero a medida que se suceden los libros de Magris, se observa en su serenidad, incluso en cierta monótona tibieza de su escritura, una atmósfera de felicidad adolescente no ajena a la que él mismo detecta en el autor de Los tigres de la Malasia. Porque Magris, que no esquiva los horrores del mundo, los compensa invariablemente con el confort de la tolerancia y la alegría frente a placeres de la naturaleza y de la civilización. Cuando escribe sobre Salgari que “Ninguna tragedia quiebra la armonía total, ninguna muerte hace absurda la vida ni niega las leyes que rigen el mundo, los inmutables códigos de comportamiento y sistemas de valores”, está de algún modo dando cuenta de su propio método.

Porque lo mejor de Magris como escritor es su entusiasmo por una secreta invariabilidad del mundo, obsesión que en su caso adquiere una forma fractal, si se me permite ese concepto tan abusado. No hay momentos más plenos en la obra de Magris que aquellos en los que descubre una nueva capa debajo de la superficie, un microcosmos que se revela sólo cuando se acerca la mirada y se observa que reproduce en miniatura lo que ocurre a una escala más amplia. Así es como Magris logra transmitir su excitación no sólo por la civilización del Danubio, sino también por el descubrimiento de la cultura sorbia, unos sesenta mil eslavos que viven en la zona de Dresde y hablan dos lenguas conocidas apropiadamente como alto y bajo sorbio. O por los cicci, minúscula etnia istriorrumana de la zona de Trieste, la partícula más pequeña de la babel ítalo-germano-eslava de la patria chica del escritor. El sistema funciona no sólo con la geografía sino también con la historia, donde hasta la persecución es objeto de una puesta en abismo. El protagonista de A ciegas, la novela más ficcional de Magris (aunque basada en hechos reales), es un comunista italiano cuya fidelidad a Stalin lo lleva de Dachau a la isla de Goli Otok, el Gulag de la Yugoslavia de Tito enfrentada con la Unión Soviética. Parece imposible que la aridez de la clasificación etnográfica o el dolor de la injusticia eterna sean tan seductores. Pero la clave es su inscripción en el interminable atlas potencial de los relatos, idea de la que Salgari fue sin duda un precursor con su desmañada y ferviente vocación cosmopolita.