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El auto de la resistencia

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En 1935 moría André Citroën. Pierre Boulanger lo sucedió como CEO en la compañía automotriz que lanzó en 1919 “la première voiture française construite en grande série”. Un año después, Boulanger concibió el proyecto de “hacer un coche que puede llevar a cuatro personas y 50 kg de papas a una velocidad de 60 km/h, con un consumo de 3 litros de combustible cada 100 km con un confort impecable”.

El prototipo del 2CV, el Citröen que todos conocimos, fue lanzado en 1938 y comenzó a comercializarse al año siguiente. La guerra modificó los planes de producción de Citroën, que a su término fabricará la mitad de los vehículos destinados a empresas de servicios públicos franceses.

El 1º de octubre de 1946, Citroën presentó en el Salón del Automóvil tres nuevas versiones del 11 CV (uno de los autos favoritos de la Resistencia francesa, por su agilidad en los caminos y su resistencia a los usos forzados): el 11CV Légere, el 11CV Normale y el 15/6.

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Muchos años después, Roland Barthes consagraría una de sus famosas mitologías al Citroën DS (la “diosa”) presentado en el salón de 1957. La DS es un auto ya futurista (liberado de la pesada herencia del existencialismo), pensado para un mundo que ha dejado definitivamente la guerra a sus espaldas: “Hasta ahora, lo máximo en coches procedía del bestiario del poder; aquí se transforma de una vez en algo más espiritual, más objetual, y a pesar de algunas concesiones a la neomanía (como el volante vacío), es ahora más acogedor, más afinado a esta sublimación del utensilio”. El volante de la DS es, en efecto, sublime: una rueda que da la impresión de estar suspendida en el aire, unida por un solo punto al motor. Esa impresión es falsa, porque “el tacto es el más desmitificador de los sentidos, al contrario que la vista, que es el más mágico”.

A la vuelta de la verdulería que tantas veces he elogiado, el Parador Fruit de Alvarez, veo un Citröen 11 ligero, modelo 46, en venta, con el motor modificado (pero todavía gasolero) y caja de cinco velocidades, de color rojo. Me produce un vago deseo, que comparto con mi hijo (tal vez él se atreva a lo que yo ya no).

Comento el asunto con David, el dueño del Parador Fruit, que considera ésa una inversión estúpida y una adquisición barullenta y desencaminada. Cierra su encendido alegato condenatorio sacando de la heladera unas hojas de albahaca fresquísima. Toma las hojas más grandes y me dice: “Las pasás por huevo batido y después por harina y las metés en aceite bien caliente. Te queda un tempura de albahaca crocante”.

Yo preferiría una celestial DS, pero como los diarios hablan, anacrónicamente, de la guerra, la resistencia y el poder (Kicillof: “Somos un movimiento popular con militantes dispuestos a dar la vida por la patria”), no consigo sacarme el 11 ligero de la cabeza.