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El bosque encantado

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¡Hay que ver cómo me gustan los cuentitos infantiles, esos que son especiales para niñitas y niñitos! Son tan imaginativos, coloridos, llenos de peripecias y sobre todo divertidos, que me atraen muchísimo. Debe ser porque a mí no me salen. Ni bien ni mal: no me salen. Por eso ensayé una vez más. Estaba escribiendo un cuento para adultos, nada imaginativo, más bien gris y aburridísimo y dije “voy a volver a intentarlo” y me puse a escribir y salió más o menos esto:

Había una vez un duendecillo sonriente que se llamaba Bubú y que vivía en un bosque encantado. El bosque era maravilloso lleno de enormes árboles invitadores, flores, pajaritos y mariposas y animalitos tibios que se acercaban para que una los acariciara. Nada de pumas ni víboras ni arañas ni cosas que se arrastran y muerden, qué horror. La dueña del bosque también era maravillosa y bellísima. Y tenía un espejo mágico en el que se contemplaba todas las mañanas y al que le preguntaba “Espejito, espejito, ¿quién es la mujer más bella y poderosa del bosque?” y el espejo contestaba “Tú, mi Reina”. Y por eso el reino del bosque marchaba tan bien, cada vez más tupido, verde, invitador, filtrando por entre las ramas de los árboles la luz del lejano sol. Y por supuesto, sin que nadie se enterara del secreto del espejo mágico que la Reina guardaba en su palacio de oro y cristal.

Pero, claro, ningún cuento para niñitos o para adultos, sirve para nada si no hay una crisis, un peligro, un conflicto, una batalla entre el bien y el mal en la que por supuesto gana siempre el bien y el final del cuento es color de rosa, dulce, brillante y lleno de felicidad. Así que algunos animalotes malos, llenos de pelos y garras y de sombrías intenciones, un día decidieron molestar a la Reina y para eso, sabiendo que el duendecillo Bubú era su preferido, empezaron a hablar mal de él por los rincones y a pedir que la Reina lo echara del bosque. Tanto lío hicieron que la Reina se enteró de la casi sublevación y se puso furiosa: ¡Cómo! ¿Esos resentidos, harapiento, sucios, rencorosos a los que ella había dedicado su vida osaban sublevarse? ¡Los voy a hacer pelota!, juró. Y lo llamó al duendecillo Bubú y le contó. Y él dijo ooooh y aaaah y después siguió: Cuidado, mi Reina, no me vayas a entregar a la turba porque les cuento lo del espejo, ¿eh? No, encanto, dijo ella, no te preocupes. Y puso en los troncos de los árboles fotos de los sublevados para que los cazadores las vieran y los persiguieran hasta hacerlos puré y se los comieran con manteca.

Parece que todo anduvo bien. Pero no hay caso, no puedo terminarlo: no se me ocurre un buen final. En realidad no se me ocurre nada, pero eso sí: sé que todo tiene que terminar bien pero bien, totalmente bien. Cuando encuentre ese buen final que sé que está ahí al alcance de mis dedos sobre el teclado, termino y le mando el texto, usted tenga paciencia y espéreme (y si se le ocurre alguna idea, avíseme).