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El camino del Fondo

Durante años, las calles de mi barrio habían sido de tierra, era el camino del fondo del mundo. Pero un intendente las había ido asfaltando, así que ahora el paso del carro del lechero era anunciado, menos por la campanilla que el lechero agitaba que por el chispear de las herraduras sobre el asfalto.

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Durante años, las calles de mi barrio habían sido de tierra, era el camino del fondo del mundo. Pero un intendente las había ido asfaltando, así que ahora el paso del carro del lechero era anunciado, menos por la campanilla que el lechero agitaba que por el chispear de las herraduras sobre el asfalto.

El carro del lechero no era un simple vehículo utilitario. También era su lujo social, así que tenía su fileteado, sus firuletes, y el caballo que lo arrastraba, el Pipi, llevaba unas anteojeras de cuero tachonadas de monedas doradas y brillantes. Era necesario que las llevara puestas para ver solo el camino que tenía de frente, y seguirlo, o cambiarlo, siempre de acuerdo a los tironeos de las riendas.

Aquella vez de mi recuerdo, me quedé viendo la partida. El lechero chasqueó los labios, dijo “Vamos, Pipi”, y agitó suavemente las riendas, y el Pipi arrancó. Lento, sabiendo que unos metros

más adelante, apenas cruzando la calle, los esperaba otra clienta.

Al llegar a la esquina, la bestia seguía con su ritmo cansino de siempre y, por supuesto, no giró la cabeza hacia los costados para ver si tenía habilitado el cruce. Comenzó a cruzar la calle justo cuando un coche hecho un bólido surcaba la calle lateral. Como el Pipi llevaba anteojeras, no pudo anticipar la situación ni detenerse. El coche golpeó al animal en la cabeza y siguió su carrera sin detenerse, y un instante después había desaparecido. Quedaron flotando en el aire el grito del lechero y el relincho del Pipi.