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El cielo del Bafici

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Dice Aira en Festival, uno de los libros que publicó el Bafici 2011: “El Festival no se limitaba a terminar, como terminan otros eventos, sino que se iba al cielo”. Ahora que el último Bafici está cómodamente instalado en su limbo, es difícil rescatar de él lo que pasó inadvertido. Sin embargo, algunas películas son capaces de bajar de allí para interpelarnos. Una de ellas, acaso la más políticamente revulsiva de cuantas se presentaron, permaneció oculta aunque la política ocupó este año lo más alto del palmarés: Qu’ils reposent en revolte (Des figures des guerres), del francés Sylvain George, debe entenderse, según su director, como parte de una acción revolucionaria, mientras que El estudiante, de Santiago Mitre, bucea con conocimiento de causa en la militancia juvenil y sus dilemas.

El fabricante de cepillos, de Alberto Yaccelini, estuvo en una muestra dedicada a su realizador y aunque es un film flamante no recibió la atención que hubiera merecido, acaso por su título opaco o porque Yaccelini –un argentino nacido en 1945 que reside en Francia– no es precisamente un promotor ferviente de su obra sino más bien un tipo malhumorado y pudoroso. La película, sin embargo, es esencial por más de una razón. El personaje al que alude el título es un belga llamado Emil Dupont, que llegó a la Argentina hacia 1938 y murió en 2006 en Saladillo. En la película, Yaccelini cuenta que desubrió por casualidad la existencia de Dupont, quien solía contarles a los parroquianos de un café local su actuación en la Segunda Guerra del lado de los alemanes. Suponiendo que puede tratarse de un criminal oculto, el realizador decide entrevistarlo y así lo hace a lo largo de varios años cada vez que visita la ciudad. Dupont se presenta a sí mismo en 1940 como un joven a quien las circunstancias y cierto amor por el orden y la disciplina llevaron a enrolarse en las organizaciones de trabajo voluntario para extranjeros y en los cuerpos auxiliares del ejército alemán después. Mientras Yaccelini conversa con Dupont, va investigando lo que puede de su vida y aparecen entonces algunos secretos. Dupont fue condenado después de la guerra a tres años de prisión por traidor a su patria. No hay evidencia, sin embargo, de que haya participado en crímenes de guerra. En cambio, Yaccelini descubre que Dupont no era un joven que se enroló en las filas del enemigo por necesidad económica y sed de aventuras sino que, ya antes de la guerra, era un activo simpatizante nazi que participaba de las organizaciones flamencas que proponían que el país quedara bajo la tutela del Tercer Reich.

Hasta aquí no hay nada demasiado novedoso en la película. Pero Yaccelini, frente a un anciano testarudo y amable, intenta averiguar si su interlocutor se arrepiente de un pasado que sólo reconoce parcialmente, acorazado detrás de una segunda personalidad construida de ocultamientos y mentiras. Le gustaría, lo confiesa, que Dupont dijera simplemente que en el momento decisivo estuvo del lado equivocado. Eso no ocurre plenamente pero, en cambio, Yaccelini se entera de que después de una entrevista en la que cuestiona a Dupont de un modo particularmente incisivo, éste queda muy perturbado. En el encuentro siguiente, Dupont ha sufrido un accidente cerebral que lo dejó muy disminuido y del que morirá meses más tarde.

Contra todo lo que el cine ha hecho en esta materia, empezando por la canónica actitud inquisodora de Claude Lanzmann en Shohah, Yaccelini se pregunta en el final de la película si no fue responsable, al menos en parte, de la muerte de Dupont y si no ha abusado de su lugar de poder como cineasta para transformarse en verdugo. No parece necesario agregar demasiado para entender las implicaciones de este relato sobre una situación indecidible y ante la que se suele callar.