El gran Andy Warhol, gran parte de cuya obra puede verse en Buenos Aires, señaló alguna vez que
“comprar es más americano que pensar”. Curiosamente, excluyó a la venta de la
definición y dejó como seña de identidad esa compulsión al consumo que es, hoy por hoy, en efecto,
la característica más sobresaliente de cualquier ciudad norteamericana, pero particularmente de la
que fue la patria adoptiva de Warhol: Manhattan.
La Navidad no escapa a esa lógica y, conscientes de esa pasión identitaria, los grandes
barones del comercio neoyorquino comienzan a preparar su arsenal navideño promediando noviembre. Lo
que crean es una ecología asfixiante, según la cual, da lo mismo a dónde uno entre (un sex shop o
una tienda departamental de ropa con descuento), siempre, siempre será recibido por la misma exacta
retahila de canciones navideñas que termina por crispar los nervios. Para no hablar de los Santa
Claus, que parecen una raza de alienígenas barbados que han tomado la ciudad con propósitos oscuros
para la supervivencia de la raza.
En países más pobres y más calurosos, como el nuestro, la Navidad sigue siendo una pesadilla
amortiguada: basta con evitar los centros de compras para simular que no está pasando nada hasta la
noche fatal durante la cual la mesa familiar será el escenario para el encuentro forzado de
parientes que no se toleran demasiado, tíos borrachos, reproches maternos acumulados a lo largo del
año, ausencias dolorosas, atronadores petardeos que enloquecen a los perros y la sempiterna
declaración previa (jamás cumplida): “Este año no nos hagamos regalos, eso transforma a la
navidad en un negocio. Lo que importa es que estemos juntos”.