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EL ECONOMISTA DE LA SEMANA

El Estado y la solución de la vivienda

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Una de las cuestiones más famosas de la teoría económica neoclásica se relaciona con el requisito del libre flujo de los factores para el logro del ansiado equilibrio general.

Sin embargo, es bien conocido que existen impedimentos a ese “libre flujo” que no surgen de la naturaleza de las cosas sino de decisiones en materia política, inseparables de concepciones ideológicas o genéricamente culturales.

Muchos países, por caso la mayoría de los europeos, tienen establecidas restricciones expresas y criterios selectivos para la admisión de migrantes provenientes del hemisferio Sur, sea de países africanos o latinoamericanos. Y esto ocurre aun con independencia de que las tasas de crecimiento vegetativo de esos países los ponen en riesgo de iniciar un proceso de disminución absoluta de su población.

Los profundos cambios registrados en el último siglo en la Argentina en la distribución territorial derivan en parte de las sucesivas oleadas inmigratorias (europeas y de países limítrofes) y en parte de movimientos propios de nuestros connacionales. Los movimientos internacionales y los internos tienen, por lo general, una profunda raíz económica en uno o en ambos de los puntos del derrotero de los migrantes: condiciones desfavorables, a veces dramáticas, en sus lugares de origen, por un lado; condiciones propicias o, al menos, la creencia de su existencia, en el lugar de destino.

No existe sociedad que pueda permanecer indiferente a tales tensiones. Ello explica, entre otras razones, que casi todos los países establezcan criterios propios en la materia. Hacerlo, per se, no necesariamente habla de un pensamiento xenófobo. Más bien esa ideología se encuentra al interior de la sociedad misma y se puede expresar en la vida cotidiana y/o en manifestaciones expresas de dirigentes políticos o sociales. Los criterios igualitarios y democráticos rechazan tales posturas, por cierto.

En América latina existen varios casos de mecanismos de aceptación del ingreso no transitorio a los que no sería fácil catalogar como segregacionistas. En todo caso, son compatibles con criterios para controlar el ingreso de capitales.

Lo que no debería generar dudas es que la invasión del Parque Indoamericano no debería inscribirse –en principio– en este tipo de problemática aun cuando ostensiblemente haya participado un conjunto importante de personas llegadas de otras nacionalidades. Digamos de paso que si la Ciudad de Buenos Aires ha mantenido durante décadas una población en torno de los tres millones de habitantes, en el marco de una población notoriamente envejecida, ha sido gracias al flujo de inmigrantes, hayan sido ellos nativos o extranjeros.

Menos aun se debería creer que es un fenómeno social que alude “sólo” a la ciudad capital de la Argentina, como los hechos ulteriores se encargaron de mostrar.

En cualquier caso, y habida cuenta de las dificultades que históricamente hemos tenido en el país para el conocimiento en profundidad del fenómeno migratorio –agravado en los años recientes por el descreimiento generalizado en las estadísticas públicas–, nunca fue posible sostener razonablemente el argumento de que los problemas del mercado de trabajo (aun en los momentos de mayores tasas de desempleo) se explicaran por el volumen de los contingentes inmigratorios.

Se pueden recordar, desafortunadamente, ocasiones en que distintos organismos sindicales llegaron a expresar posiciones retrógradas al afirmar que trabajadores de otras nacionalidades estarían “quitándoles” los (pocos) puestos disponibles a los argentinos. No está de más recordar que por lo general los inmigrantes suelen ingresar al mercado laboral (no sólo en Argentina) para los trabajos menos “deseados” y habitualmente peor pagos: trabajo doméstico para las mujeres; la construcción para los varones.

Si desde hace décadas se ha escrito que la Argentina tiene un déficit habitacional medido en millones de unidades, no puede resultar extraño que la demanda de viviendas decorosas y accesibles, sea por compra o alquiler, haya estado en el meollo de las ocupaciones de terrenos. Dicho en estos términos, parece ingenuo imputar centralmente al Gobierno municipal y, aun, al Gobierno nacional habida cuenta de que el tiempo de ejercicio de uno u otro (tres y siete años y medio) es escaso en términos de la dimensión temporal de aquel déficit.

No obstante todo lo antedicho, subsiste la necesidad de debatir sin chicanas cómo una sociedad –al interior de sí misma y en relación con el mundo exterior– debe proveer la satisfacción de necesidades individuales de realización social: la salud, la educación, etc. En la Argentina, una vez que se descentralizaron los servicios educativos y de salud, se generaron condiciones de desigualdad en las prestaciones y/o el acceso a las mismas que no pueden ser obviadas al momento de buscar soluciones efectivas. Muchas veces se esgrimen argumentos presuntamente antidiscriminatorios para encubrir las debilidades en la cobertura de la prestación en la propia jurisdicción.

Las necesidades habitacionales y otras derivadas de la perduración de la pobreza pese al crecimiento económico de los años recientes requieren fuertes intervenciones estatales, en particular en el plano nacional, que es en el que se dirimen las políticas de mayor alcance y relevancia. No se trata de justificar, en modo alguno, la lógica de la irrupción violenta como mecanismo resolutorio. En cambio, la acción focalizada en el “reparto de la torta” (la distribución, paso previo a la redistribución) puede iluminar mejor el sendero.