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El eterno retorno

No estoy seguro de que Green Book tenga algo especial, pero es cierto que logra aportarle frescura a un material rancio.

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Como todos los años, tuve curiosidad por la película que había ganado el Oscar y la terminé viendo. Al principio, me pareció que me había equivocado de film y Green Book había ganado hace treinta años. Pero hace treinta años ganó Driving Miss Daisy, que en su momento también parecía una película que podría haber ganado treinta años antes. Ese aspecto de antigualla es una característica que ambas tienen en común además del tema: la relación entre un chofer y su patrón de otra raza que deriva en algo parecido a la amistad.

De todos modos, me pregunto si esta película que atrasa sesenta años pero igual gana el Oscar tiene algo que excede a los probados clichés de la corrección política, de la road movie, del buddy-buddy, del film navideño, del cruce entre la cultura alta y la baja o entre el Norte y el Sur. Incluso algo más que la calidad de los chistes o de los momentos sentimentales, las variaciones del guión ante situaciones idénticas, la excelencia de los actores principales y secundarios. Es decir, algo más que todas las destrezas que pone en juego la artesanía de Hollywood y la mezcla equilibrada y virtuosa de todos los elementos que hacen a una película de éxito.

No estoy seguro de que Green Book tenga algo especial, pero es cierto que logra aportarle frescura a un material evidentemente rancio. Tengo, sin embargo, una hipótesis que se relaciona con dos elementos a los que se suele denominar “hechos reales”. El primero es la publicación de The Negro Motorist Green-Book, que un tal Victor Hugo Green publicó entre 1936 y 1964 y era una guía para viajeros negros en la que se indicaba en qué establecimientos podían comprar, dormir o comer sin dificultades. Hay algo extrañamente sólido en la existencia de esa revista verde como fundamento de la película, como respaldo de situaciones que hoy parecen inverosímiles o amañadas. El Green-Book introduce en la película una dimensión histórica de una limpidez que no tienen las anécdotas que se cuentan. Y lo mismo ocurre con el personaje sobre el que se basa el argumento: el altamente improbable Don Shirley (1927-2013), una clase de músico que el tiempo parece haberse tragado. Shirley nació en Florida aunque lo anunciaban como jamaiquino, compuso música culta (incluyendo un poema sinfónico basado en Finnegans Wake) pero grabó música popular, tocó jazz pero estudió en Leningrado, era amigo de Duke Ellington pero no fue aceptado como concertista clásico ni como jazzero. En algún momento de la película se dice de él que “toca como Liberace pero mucho mejor” y resulta difícil entender, a partir de la banda sonora, cuál era su género musical, como si Shirley se hubiera desvanecido en el tiempo junto con el Green-Book y hoy emergiera como un recordatorio de que el pasado es irrecuperable e incomprensible pero estuvo allí. Sabemos que Don Shirley existió así como sabemos que existió el Green-Book y la discriminación racial que fue su origen. Y, por otro lado, estamos acostumbrados a las películas que utilizan esos hechos como entradas de la máquina de construir cine. Pero la magia que hoy puede invocar Hollywood, lo que les da a sus películas eternamente iguales alguna vida, tiene que ver menos con la imaginación que con los elementos que evocan el pasado como misterio y no nos dejan solos en el presente.

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