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El fin de la nostalgia

A veces es el jet lag, a veces la mansa convicción de que Europa es nuestro “otro” temible pero domesticado, la cosa es que estoy en Barcelona, viendo teatro y sacando apresuradas conclusiones.

Rafaelspregelburd150
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A veces es el jet lag, a veces la mansa convicción de que Europa es nuestro “otro” temible pero domesticado, la cosa es que estoy en Barcelona, viendo teatro y sacando apresuradas conclusiones.

La cartelera catalana, exactamente al revés que la porteña, incluye sólo un 5% de autores vivos. Opto por dejarme invitar a ver a éstos, ya que –supongo– estoy tratando de establecer un diálogo con colegas de aquí y ahora.

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Me dejo invadir por una rara certidumbre: ha ocurrido un cambio, tal vez imperceptible, tal vez tan evidente que da pudor. Se trata de la pérdida de la nostalgia como único elemento posible (y digno) para hablar del fracaso de las utopías. Se me antoja que, en los 80, el final de las obras que se suponían serias debía dejarnos en la nostálgica certeza de que las utopías fracasan, que el hombre es una pobre hoja zarandeada por el viento de la historia, y que el teatro “responsable” lo es cuando transmite la angustia del fracaso de todo pensamiento revolucionario. No entro en detalles de autores que tal vez no lleguen a nuestras costas, pero me dejo seducir por un hallazguito que quizá no signifique nada: las obras se han liberado de la impronta de “hablar” de la libertad (o de su triste pérdida) para en cambio intentar “ejercerla” físicamente. Esto no es ni bueno ni malo, ni garantiza mejor teatro, ni supone un cambio violento en la percepción de la Historia. Pero lo que antes terminaba en previsible derrumbe (emulando el derrotero griego y judeocristiano de la tragedia, donde todo avanza para ir a peor) ahora termina en lugares abiertos, o en lugares cerradísimos pero muy hacia arriba.

“Ahora que ya no tenemos miedo, ¿qué es lo que tenemos que hacer? La revolución.” Así termina, por ejemplo, una obra del joven Jordi Casanovas, que (robando tal vez del cine) habla de un video juego, de una multinacional, de la discriminación, de la psicología del terror, mezclando las cosas para darle al cóctel la apariencia de un mundo vivo.

Otra buena obra irlandesa, Shining City, de Conor McPherson, mezcla psicoterapia con fantasmas, culpa con deseo, habla popular con acontecimientos extraordinarios, y arriba también a un final abrupto –y cuestionable– que poco tiene que ver con la nostalgia.

No está de moda regodearse en la pérdida de las utopías. Ya que la libertad absoluta no es posible en la vida real, autores de muy diversas tradiciones deciden –al menos– ejercerla en la ficción, asumiendo riesgos. Sobre todo, el de la tan vapuleada ingenuidad. Yo, mientras me dure el jet lag, lo celebro igual.