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El fútbol lentejuela

El fútbol es, seguramente, el último fenómeno de masas que queda en pie. La gente va, no la llevan, y ésa es una buena razón como para no subestimarlo a la hora de pintar esta aldea.

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“Hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y en el caso del universo no estoy seguro.”
Albert Einstein (1879-1955)

El fútbol es, seguramente, el último fenómeno de masas que queda en pie. La gente va, no la llevan, y ésa es una buena razón como para no subestimarlo a la hora de pintar esta aldea. Ahora bien, mientras este mundillo acumula poder y funciona como espejo de una sociedad en crisis, en las cabecitas de sus protagonistas parece haber crecido, enorme, la piedra de la locura de Bosch. Hay conductas insólitas. Justificándose en una ética de morondanga, jugadores y periodistas han colocado en un pedestal una circunstancia menor, la del ex que le convierte un gol a su viejo equipo. El nuevo dogma futbolero sentencia: “Jamás lo grites, por respeto; y si el amor ha sido grande, pídeles perdón”. Si lo grita, obvio, se pudre todo. Es increíble cómo semejante tontería fue creciendo hasta alcanzar el estatus de un tema esencial. Es como... A ver, trataré de explicarlo con un ejemplo medio brutal:
—¿Cómo me va con mi nueva novia? ¡Fantástico! Pero no celebro los orgasmos por respeto a mi ex, que vive en el mismo barrio...
—¿Se entiende, muchachos? Sólo quien adhiera a esta moral hipócrita podrá sentirse con derecho a exigir ese absurdo silencio de gol. Y a ver quién es capaz de tirar el primer encendedor.
Todo empezó con el Caso Alonso, hace 25 años. El Beto, ídolo de River indignado porque lo dejaron fuera de aquel equipo campeón ’81 con Di Stéfano de técnico y Kempes de 10, pegó el portazo y se fue a Vélez, donde jugó dos años. Cuando enfrentó a River le metió un par de goles que no gritó, para dejar bien en claro su sentimiento personal. Fue toda una novedad para la época. A partir de entonces, lástima, una multitud de pelagatos ha pretendido ponerse en esa misma piel. Y nació esta moda.      
Hace días el pobre José Sand, cedido a préstamo mil veces, ninguneado y finalmente echado de River, enfureció a la multitud en el Monumental y hasta fue denunciado a la Justicia por la fiscal Claudia Barcia –famosa cuando le labró un acta a Bilardo por tomar un champagne que resultó ser gatorei; y otra contra el Pepe Chatruc, por confundir su imitación de Mick Jagger con el baile de la gallinita– con el pomposo cargo de “incitación a la violencia”. La funcionaria, tan celosa en las formas, debe pasar mucho de su tiempo en el estadio, allí donde las batallas entre barrabravas suceden tan alegremente. El pecado mortal de Sand fue gritar su gol para Lanús. Lo bien que hizo.
En lugar de pedir perdón y de sufrir esas crisis de angustia, lo que deberían hacer estos goleadores culposos es no jugar, arriesgar dinero por amor. Ah, ¿que no? OK, entonces aclaremos un par de cositas:
a) Sobre el respeto. Tonterías. Si gritar un gol frente a una ex hinchada es faltarle el respeto, ¿qué queda para la actual? ¿O acaso aquellos que nos embocan y exhiben sus ridículos festejos son provocadores, refutadores de la otrocidad o simplemente nos gastan mal? No, tranquilos. Apenas son ridículos. Nada grave.
b) Sobre las dedicatorias. Lo único que falta es que ahora privaticen los goles. Basta de dedicatorias a novias, recién nacidos, parientes, amigos o socios. Estimados jugadores, el gol es del club. De su gente, quiero decir. De esos que se desgañitan apretujados como ganado en las tribunas. Entonces, nada de sacarse la camiseta, tirarla o revolearla, para –encima– ganarse una amarilla. No queremos ver tatuajes: queremos a uno de los nuestros, con los colores amados y la insignia en el pecho. ¿Capisci?
Tiene razón el mariscal Roberto Perfumo cuando afirma que en este juego ya se han perdido todos los valores. Por eso proliferan los jugadores delatores que piden amarillas, los mantequitas que viven en el piso simulando y los falsarios que sacan ventaja sin pudores. ¿De verdad fue digna de elogio la avivada de Leandro Benítez, el jugador de Estudiantes, que pateó un tiro libre mientras sus rivales acomodaban su barrera? ¿Fue un “chanfle de Dios”, a falta de manito? En nuestra tierra, donde los barras despiden técnicos –Pimpi, capo ñulista de apodo femenino, “despachó” a Marini después de perder el clásico con Central de local y 11 con 9– o llegan a presidentes de casi todo, ¿sería concebible un caso como el del club inglés Leicester City, que el jueves pasado permitió que Paul Smith, arquero del Nottingham Forest, corriera sin oposición de arco a arco para marcar un gol a los 23 segundos de iniciado el partido y dejarlo 0-1, tal como estaba cuando debió ser suspendido semanas atrás por el ataque cardíaco sufrido por Clive Clarke, defensor rival? Imposible, creo.
Acá, perder es desaparecer. Cualquier amago de lealtad será ahogado en el mar de llanto de técnicos y jugadores que, agitando las banderas del Telebeam, culpan a los árbitros por cada derrota. El fantasma del fraude, recurso de estas pampas de puro pragmatismo, también sirve como excusa, sobre todo para los que pierden partidos sobre la hora o elecciones por pocos votos. Hay que pensar en el futuro, hacer números. Como debió hacerlo el ahora ex árbitro Daniel Giménez que, valiente pero fugaz, prendió el ventilador para denunciar las miserias del sistema, sólo para apagarlo en cuanto reciba sus casi 100.000 dólares de indemnización. Y que siga el circo, amiguitos, con payasos cada día más ricos.