COLUMNISTAS

El futuro

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Mi amiga pregunta: “Y lo de Siria, por ejemplo. ¿Fue una revolución?” Cenamos en un bistró lleno de gente que hace mucho ruido, pese a lo cual percibo que de fondo –y en vinilo– suena Steely Dan. El tema de conversación es uno de mis favoritos de estos últimos meses: el momento y los motivos que tuercen la ilusión y los designios de las vanguardias bienintencionadas, para conducirlas al embudo despótico de la revolución. Cerca de donde estamos sentados, en 1850, Alexander Herzen fundó su Prensa Libre en el exilio, sin sospechar que esa voluntad libertaria iba a terminar en el stalinismo. Un siglo más atrás,  Holbach y su amigo Diderot agasajaban en París a la elite iluminista universal, todos los jueves, preparándose para el futuro laico, racional y democrático que, en manos de Rousseau y Robespierre, se transfiguró en terror.

Nuestra charla se alarga hasta tarde. Como muchas otras cosas buenas que pasaron hoy, se la debemos al 18A, que para nosotros fue una excursión hasta la puerta de la embajada argentina en Londres. Estuvimos ahí parados entre otros compatriotas que golpeaban cacerolas y latitas. Señoras mayores, jóvenes inmigrantes, madres con sus hijos envueltos en banderas argentinas. Los peatones ingleses, que en general ignoran los avatares del kirchnerismo, nos miraban con cierta perplejidad. Tal vez –dijo Jorge Console, a quien sólo veo en estas marchas– pensaban que nos habíamos confundido de día, porque a Thatcher la enterraron ayer. Después de un rato saludamos a los demás y nos fuimos a buscar un lugar para comer.

Mi amiga –cuyo nombre omitiré, porque no sé si quiere aparecer acá y ahora está durmiendo– viene del futuro. O mejor dicho, de la idea esperanzada del futuro que teníamos hace veinte años, cuando todas estas cosas empezaron a cambiar. Apropiadamente, tiene las mismas iniciales que “Virtual Reality”: nos conocimos por Internet y nos vemos poco pero no se nota, porque nuestra interacción en persona es indistinguible de la electrónica. Es un solo diálogo, no se interrumpe. Con esa misma naturalidad, y de esa misma forma, sucedió el 18A (Lanata ayudó).

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Por eso me parece estar viendo material de archivo cuando por fin llego a casa y pongo TN: De la Sota explicándole a vaya uno saber quién que la manera apropiada de encauzar la protesta multitudinaria sería votarlo a él. Lo que tiene puesto en la cabeza no ayuda, pero lo que tiene adentro de la cabeza es más preocupante, porque también lo tienen los demás. María Laura Santillán se sorprende por la rapidez de la multitud para acercarse al Senado. Dice: “¡Y la gente no tiene televisores portátiles!” Nelson Castro cree haberlo entendido todo: el problema es que “faltan liderazgos”.  Y hay que encontrar alguien que nos represente, que canalice esta actividad –inorgánica– en una alternativa votable. Nelson no entendió nada. Sus razonamientos sugieren que no lo entendería ni aunque le hiciéramos un mapa. Pero hoy estamos de buen humor, hagamos el intento.

Lo que pasó hoy –cuando escribo esto, el 18 de abril que recordaremos por mucho tiempo– no expresa el lamento de millones de huérfanos pidiendo un liderazgo. Es al revés. Establece claramente que, haya o no un líder, sea quien sea, hay cosas que no le están permitidas. La clase política argentina fue tentada hace años por prácticas corruptas del pasado que terminaron constituyendo su identidad. Son irrecuperables a mediano plazo; no los veremos mejorar sustancialmente mientras estemos vivos. Pero tienen hoy un monitor que no tenían antes, y que pronunció esta vez su voluntad con muchas consignas que son una sola: que te dejen vivir en paz no es un privilegio debatible. No puede ser que para ser libres haya que esperar cuatro años y votar a otro. No funciona así.

La chica que nos atendió en el bistró sacó el disco de Steely Dan y puso otro, también de Steely Dan. Porque sí, porque le gustan. Tiene veintidós años. Es el futuro.


*Cineasta y escritor.