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felinos en la casa

El gato, ese digno amigo

Cada vez que se toca el tema, y siendo moderado, puede decirse que surge unas cuarenta veces al día, invariablemente alguien dice: “No, a mí no me gustan los gatos, me gustan los perros”.

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Cada vez que se toca el tema, y siendo moderado, puede decirse que surge unas cuarenta veces al día, invariablemente alguien dice: “No, a mí no me gustan los gatos, me gustan los perros”. La observación dicotómica equivalente, igual de popular, predominante y banal, sería algo como: “No, Dickens no me gusta, me gusta Thackeray”.

Tal como el escritor James Branch Cabell dejó asentado de una vez y para siempre, “al pensamiento filosófico esa afirmación le resulta tan sensata como rechazar una invitación a jugar al billar con el argumento de que uno es fanático del arenque”. Sin embargo, ambas controversias siguen causando estragos, y pensadores despreocupados continúan imponiendo categorías a Dickens y al gato. Los amantes de los perros, si es que tiene sentido esa oposición (porque claramente es posible que te gusten ambos, gatos y perros, así como es posible leer con deleite La historia de Pendennis y Casa desolada), dicen del suave felino que es taimado y falso, ladrón y malagradecido, cruel y veleidoso, amigo de la casa y no del ser humano. De esta opinión, desconsiderada y precipitada, ha derivado el peyorativo y metafórico adjetivo “gatuno” –catty, que en inglés significa malicioso–, que cuando se usa en su sentido más aceptado me parece especialmente aberrante, porque solo podría describirse como gatuna una criatura graciosa y elegante, digna y reservada, el epítome de la belleza, el encanto y el misterio del amor.

Los amantes de los gatos, por su lado, tan fervientes que en Francia se han ganado el apodo de félinophiles enragés, tampoco es que sean unos inocentes. Cariñoso, inteligente, fiel, seguro y confiable son algunos de los adjetivos que prodigan de forma indiscriminada a sus mininos adorados, y después de leerlos pareciera que los gatos pasan sus nueve vidas cuidando a los enfermos, rescatando niños de edificios en llamas y ayudando a las ancianas benefactoras a coser ropita para los desposeídos en Africa.

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El mismo gato podría haber resuelto el problema hace mucho tiempo, si la resolución de tales cuestiones fuera uno de los propósitos del gato en esta vida. No se puede esperar razonablemente que un pariente cercano del rey de la selva (al que de cerca se asemeja mucho más, por cierto, que un chin a un terranova), un animal que ha sido un dios, el compañero de las brujas en el aquelarre, una bestia que es de la realeza en Siam, “el tigre que come de la mano”, como se lo llama en Japón, el adorado de Mahoma, el rival de Laura para Petrarca, el amigo de los momentos ociosos de Richelieu, el favorito del poeta y del prelado, vea sino con desdén la estupidez de la humanidad en lo que a él se refiere.

El gato, de hecho, no hace ningún intento de acercamiento. Se concentra en su lugar junto a la chimenea, a menudo consiente en dar afecto a sus amigos humanos y es conocido por una notoria afición por caballos, loros y tortugas, pero incluso en la más intensa de estas relaciones mantiene la debida independencia. Se queda donde le gusta estar, va adonde quiere ir. Entrega su afecto a quien le place y cuando quiere, y lo retiene ante quienes considera indignos de él. Con un gato uno se ve en una posición parecida a la que se tiene con un digno y buen amigo: si se pierde su respeto y confianza, la relación sufre. Conviene recordar que el gato sigue siendo amigo de los humanos porque le agrada serlo, y no porque deba. Ingenioso, valiente, inteligente (el cerebro de un gatito es mayor que el de un niño), en ningún sentido es dependiente, y puede volver al estado salvaje con menos reajuste de sus valores que cualquier otro animal doméstico. Por eso se le permite determinar su propio fin y propósito, ser el rector de su propia vida. “Me encanta en el gato –decía Chateaubriand al conde de Marcellus, quien lo registró en Chateaubriand et son temps (1859)– ese temperamento independiente y casi ingrato que le impide apegarse a cualquiera; la indiferencia con que pasa del salón al tejado. Cuando lo acaricias se estira y arquea el lomo, es cierto, pero lo hace por el placer físico y no, como el perro, por esa tonta satisfacción que siente en amar y serle fiel a un dueño que devuelve el cumplido a patadas. El gato vive solo, no necesita de la sociedad, no obedece excepto cuando él quiere, finge dormitar para ver más claramente y araña todo lo que puede. Buffon ha dado una falsa impresión del gato; yo estoy trabajando en su rehabilitación y con el tiempo espero hacer de él un animal medianamente bueno”. (...)

 Los gatos manifiestan gnosis en un grado que solo se atribuye a algunos obispos, como intentaré mostrar en un capítulo posterior. En cuanto a su independencia, se trata solo de la aristocrática cualidad de ser natural. No fuerzan sus atenciones y no les importa recibirlas de los demás. Pero cuando un gato tiene hambre o quiere salir, o siente el llamado de la pasión, declara abiertamente sus sentimientos. “¿Por qué no? –se pregunta Kiki-la-Doucette, la gata de los Diálogos de animales de Colette–. ¿Por qué no? La gente lo hace”. Son reminiscencias, herencias de la vida salvaje que no ha perdido y nunca perderá. Porque, tal como en su regio hermano el león, también en ellos dormita un fuerte instinto de raza que despierta cuando se lo llama. El gato sabe más que la Mona Lisa. La diversidad de carácter en los gatos se mide en cómo reaccionan a estos instintos, y esas diferencias se acentúan por trato y por crianza. Parece poco científico decirlo, pero entre los muchos rasgos que heredan los gatos hay evidencia sólida de que heredan también características adquiridas. Hay obras que han llegado a afirmar que una gata a la que se le ha cortado la cola podría parir gatitos sin ella.


*Autor de El tigre en la casa, editorial Sigilo.