COLUMNISTAS

El género de moda

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Rodrigo Tarruella, recordado crítico de cine, decía que no le gustaban las películas de terror porque ya había suficiente terror en la vida. Me acordé de Rodrigo cuando descubrí que en la Argentina se puso de moda la literatura de terror o, al menos, eso informa la prensa. Por ejemplo, en una nota aparecida en La Nación en la que sin el menor trazo de escepticismo se promocionan los trece volúmenes de la colección Pelos de Punta (que incluye tomos escritos por mujeres y niños) y donde, según los responsables, “hay una resignificación de los tópicos clásicos, pero con una vuelta de tuerca posmoderna y nacional”. Sobre el final de la nota se menciona a una decena de escritores a los que se califica de “magistrales” y “tremendos” a los que nunca escuché nombrar, probablemente porque voy poco a Buenos Aires.
No es el único síntoma de la llegada del terror, no sé si como moda o como invasión zombi, pero lo cierto es que las contratapas de los libros de ficción hablan cada vez más del miedo que producen y los califican de “perturbadores” o “enrarecidos”. No sé si las modas obedecen a alguna razón, y menos en este caso, pero me gustaría arriesgar una hipótesis que tiene mucho de salto al vacío (un acto desde luego terrorífico). No hay muchos países como la Argentina de la última década donde los escritores sean oficialistas. Es probable que ser oficialista, es decir vivir conforme con lo orwelliano de la burocracia, sea muy aburrido y el terror aparezca como una alternativa excitante que rompe la monotonía y que reintroduce en la vida cotidiana la capacidad de perturbar que no se le reconoce al Estado.

Para tener una idea más precisa de lo que se habla, elegí leer tres libros de escritores jóvenes publicados en 2015. Las tres contratapas consignan que se trata de libros inquietantes. El primero fue Siete casas vacías de Samanta Schweblin, ganador del Premio Ribera del Duero atribuido por un jurado que presidió Rodrigo Fresán. Se suele decir que Schweblin, con sus relatos de horror doméstico, es una de las escritoras más destacadas de la nueva generación. Pero su escritura es muy trabajosa y, a falta de algún placer con el lenguaje, practica una esmerada administración de los datos necesarios para convertir una situación chata en una situación sórdida. Algo parecido ocurre con el segundo libro, Acá el tiempo es otra cosa, de Tomás Downey, que ganó el primer premio de cuentos del Fondo Nacional de las Artes. En uno de los relatos (Lobos, acaso el mejor), un personaje enumera nombres de mujer para su futura hija, pero es como si cualquiera le diera igual. Algo parecido ocurre con las criaturas de Downey, que parecen surgidas de una fábrica de homúnculos a los que sólo se les reconocen las pulsiones que los llevan a cometer actos abusivos, como si la literatura fuese un procedimiento para encontrarles palabras a las imágenes abominables y gratuitas.
El último libro es distinto. La habitación del presidente, de Ricardo Romero, contrasta en su luminosidad con la tendencia sombría predominante en la literatura argentina y casi obligatoria en los últimos años. Con una particular mezcla de imaginación y economía de recursos, Romero escribió un clásico silencioso, encantador y triste que deja en ridículo las consideraciones sobre su género.