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El gran día de Dolly Parton

Al parecer hay ritmos metabólicos pasibles de ser sincronizados, de lo que resulta un mejor funcionamiento general, en el que el cuerpo y la mente se potencian mutuamente, de lo que redunda una ventaja generalizada para el individuo sincronizado.

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Al parecer hay ritmos metabólicos pasibles de ser sincronizados, de lo que resulta un mejor funcionamiento general, en el que el cuerpo y la mente se potencian mutuamente, de lo que redunda una ventaja generalizada para el individuo sincronizado. El investigador británico Steve Kay, especializado en cronobiología, es decir la rama de la biología que estudia los ritmos biológicos en los seres vivos, dice que apenas nos despertamos la temperatura del cuerpo, paulatinamente, aumenta, hasta llegar al mediodía, momento en que se estabiliza, por lo que la memoria y lo que él llama el “estado de alerta”, o sea cierto espabilamiento ligado a la inteligencia, acompañan ese proceso –llegando a su punto máximo también al mediodía. A partir de ese momento, dice Kay, tanto la temperatura corporal como la capacidad de concentrarse disminuyen, razón por la cual somos más proclives a distraernos poco antes de la caída del sol, y estamos a merced de cualquier impulso visual o auditivo secundario, como un bote sin remos flotando en el agua, luego de la medianoche.

Tal vez sea así, en términos biológicos, que pueda encontrar explicación el funcionamiento de ciertos días particularmente productivos –en términos artísticos hablo. Por ejemplo, acabo de saber que un día de 1976 –la protagonista no dio más especificaciones– Dolly Parton compuso las canciones Jolene y I Will Always Love You. Repito: el mismo día.

Haciendo un rápido ejercicio de memoria, puedo recordar que Boris Vian afirmaba haber escrito La espuma de los días en un viaje de avión París-Nueva York. Claro que no tenemos por qué creerle, pero del mismo modo Boris Vian no tendría por qué habernos mentido. Juan Rodolfo Wilcock escribió los 34 poemas de amor de Italienisches Liederbuch en solo trece días, entre el 4 y el 16 de julio de 1973, es decir a razón de 2,61 poemas por día, lo que dejaría atrás a la buena de Dolly Parton.

Héctor A. Murena, por su parte, la mañana del 26 de noviembre de 1958 no tenía ninguna intención de acercarse a la poesía. Destinó aquella mañana a proyectar un ensayo que se proponía escribir. “Lo que ocurrió por la tarde no figuraba en mis proyectos. Pues repentinamente me puse a escribir poemas. Aclaro que, por lo común, debo trabajar unos diez días para dar término a una poesía: esa tarde, de dos a cuatro, escribí catorce poemas”. De un solo impulso, sin corregirlos. Murena supuso que era un incidente concluido, pero se vería contradicho pronta y reiteradamente: en los siete días que siguieron, es decir hasta el 4 de diciembre, solo pudo escribir poemas. El libro resultante se llamó El escándalo y el fuego y fue publicado al año siguiente.

El último caso de celeridad escritural que recuerdo es el de César Aira, que tradujo una edición de los poemas selectos de Allen Tate en 15 días. Hablamos no de un librito de poemas raquítico, como son la mayoría de los libritos de poemas, sino de un volumen de 370 páginas.

Yo mismo hago ciertas cosas con suma rapidez. Esto mismo que acabo de escribir me tomó, como es habitual, 13 minutos y medio. Claro, se me dirá que nada de lo que yo escriba tiene ni punto de comparación con las obras de los excelsos artistas que acabo de nombrar, y yo diré que sí, que tienen razón, pero que de todos modos no deja de significar algo que todos los jueves al mediodía yo sea capaz de destilar esta columna en tiempo récord. Al menos es un punto para Kay.