COLUMNISTAS

El gusto de los otros

No me hallo nada a gusto en los eventos masivos. Partidos de fútbol, elecciones generales, colas para renovar la cédula, movilizaciones masivas de cualquier signo, megaconciertos de la hostia: cualquier excusa que reúna a más gente de la que puedo contar con dos cifras empieza a resultarme asfixiante. Escucho cosas atroces, entiendo que la ciudad haya amanecido con afiches que rezan que “los derechos humanos son un negocio de los terroristas”, comprendo el rating de Radio 10.

Rafaelspregelburd150
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No me hallo nada a gusto en los eventos masivos. Partidos de fútbol, elecciones generales, colas para renovar la cédula, movilizaciones masivas de cualquier signo, megaconciertos de la hostia: cualquier excusa que reúna a más gente de la que puedo contar con dos cifras empieza a resultarme asfixiante. Escucho cosas atroces, entiendo que la ciudad haya amanecido con afiches que rezan que “los derechos humanos son un negocio de los terroristas”, comprendo el rating de Radio 10. Entristecido, veo que a mayor cantidad de gente junta, sólo se potencia lo malo.
Cuando voy al cine, al teatro, y alguna cosa me gusta mucho, siento que debo proteger mi frágil alegría de las insidiosas miradas ajenas. Hay un placer culposo que surge del libre y arbitrario ejercicio del gusto, que es capaz de rendir randómica pleitesía a Purcell y desdeñar impunemente a Haendel, o viceversa, y porque sí. De fascinarse ante la habilidad seca y dura de un Riquelme y castigar el vano zigzagueo de un Messi (si es que el uno es seco y el otro vano y zigzagueante). Consciente de esta culpa, creeré automáticamente en todo argumento en contra de lo que hace segundos me gustaba con pasión. Un comentario de alguien sentado al lado puede envenenar una canción que me había encantado. Un “¡Qué cursi!” alcanza para que me dé cuenta de que siempre es el otro el que tiene razón. ¿Y por qué esta influencia nunca funciona al revés? ¿Por qué si la cosa me parece una bazofia no hay nada que se pueda decir a mis costados que mejore mi impresión?
Laurie Anderson vino a dar un par de conciertos memorables y a demostrar que es una sobreviviente, una rara avis de un país donde lo masivo y el éxito son la norma. El concierto me encantó. Su espesa y parca monotonía, sus ya clásicas distorsiones electrónicas, sus textos sintéticos y filosos. Y sin embargo, ¿por qué me deprimo cuando veo que el público actúa de público, cuando exagera reacciones para que el artista iluminado (y luminoso) se vaya diciendo: “Qué bien me entienden en la Argentina, cómo me quisieron, qué pueblo tan simpático”?
Laurie habla desde las tripas de un imperio americano en estado de putrefacción. Si viene a dar un mensaje, éste es poco celebrable. Como Michael Moore, como Wallace Shawn, como Sean Penn, Laurie Anderson parece alistarse en la saludable nómina de artistas bajo estado de sitio. Tienen razón en criticar y en prestar su arte a una causa que se les torna urgencia. Todos haríamos lo mismo con un pasaporte de la gestión Bush en el bolsillo. Sin embargo, los yanquis, cuando critican lo que para el resto del mundo es bastante evidente, ¡se parecen tanto a sí mismos! El público masivo (que todo lo despersonaliza en favor de los extremos) sólo ayuda a resaltar la ingenuidad de estos mensajes, y los pone por delante del fantástico misterio que nos toca como seres únicos e individuales. Cada pequeño matiz, cada hallazgo genial de la muy genial Laurie Anderson se me diluía tras una cortina de aplausos y adhesiones, todos bien dispuestos a castigar el ilegítimo liderazgo moral de los Estados Unidos. En la soledad de la sala llena, de pronto, pensé: ¿y a mí qué me importan los Estados Unidos? En esa epifanía musical temí lo peor: que la Argentina se vuelva imperio, y que nuestros puntos de vista sobre Menem, sobre Kirchner, sobre el campo argentino, sean celebrados a manos llenas por espectadores y fanáticos que conozcan los nombres de nuestros diputados y senadores. O que los deduzcan sin mucho esfuerzo.
No son éstos buenos tiempos para pretender que haya acuerdo. Ni social, ni estético, ni nada.