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El hombre que lee

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En Rumble Fish, una de las mejores películas de todos los tiempos, el personaje que encarna Mickey Rourke no tiene nombre –al menos nadie lo llama por el suyo– y su nombre es su función, como en los relatos míticos. El es El Chico de la Moto. Así está escrito en los graffitis de ese barrio periférico que Coppola construyó en Tulsa, una ciudad onírica y post industrial de los Estados Unidos.

En Los Expedientes Secretos X, esa serie que inspiró a tantas que vinieron después con discursos conspirativos y sobrenaturales, estaba El Hombre que Fuma, un anciano hermoso y seductor que coordinaba toda la rosca secreta del FBI y cuyo nombre tampoco sabíamos. Sólo el olor de la nicotina que anunciaba que él estaba por llegar o que había estado.

Durante la primavera pasada, desayunábamos algunos días en un bar que tenía mesas en la calle con mi hija Ana y mi perra Rita. Mi hija, de entonces tres años, era, como Messi, difícil de marcar. Se escabullía entre las mesas y se ponía a hablar con los comensales. Yo, sin mucho éxito, la llamaba para que no molestara. De entre esos comensales había un hombre mayor, muy elegante, que sólo tenía siempre delante una taza de café y un libro inmenso al que le entraba con gran concentración, día tras día. Sólo dejaba de mirar el libro cuando se ponía a hablar con Ana.

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Anita me dijo una mañana, “Mirá, papá, ¿puedo ir a hablar con el hombre que lee?”. Así que ahí estaba El Hombre que Lee. Recordé unos versos hermosos de William Butler Yeats, pero no exactamente como él los había escrito sino que los modifiqué en mi recuerdo, haciendo un cover: “Mis cincuenta años llegaron y pasaron, estoy sentado en un viejo bar de Londres, una taza de café y un libro abierto en la mesa y entonces, mientras contemplaba el bar y la calle, tan honda fue mi felicidad, que me sentí bendito y pude bendecir”.