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El hombre que sabía jugar

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Enterado de la muerte de Abbas Kiarostami, me puse a mirar Like Someone in Love (2012), el que sería su último largo. La película empieza en un café de Japón y se escucha una voz femenina mientras la cámara toma a dos mujeres que están sentadas en una mesa con un hombre. Uno tarda en advertir que quien habla no es ninguna de ellas sino una tercera que, al principio, está fuera de campo. Ese pequeño juego, esa pequeña confusión que se genera en el espectador, da cuenta de la ambigüedad esencial del cine, una indefinición del sentido de la imagen que a Kiarostami le complacía explotar y que define a un cineasta que entiende su arte y disfruta de practicarlo. Hablo de gente como Ozu o Hitchcock, es decir, de los más grandes.

Sobre Kiarostami pesaban en la Argentina algunos malentendidos, generados por el estreno en 2008 de El sabor de la cereza, que vendió más de cien mil entradas por malas razones. La película había ganado en Cannes, pero no pocos la fueron a ver por venir de un país exótico como Irán, cuya teocracia hacía suponer que se trata de una sociedad primitiva, a la que no se le atribuía la posibilidad de producir un director reconocido internacionalmente. Poco preparados para ciertos placeres, los palurdos cinematográficos nativos salieron decepcionados con una película que no era para ellos y generaron el mote descalificatorio de “cine iraní” para las películas que no corren a la velocidad de sus inmaduras urgencias.

Conocí personalmente a Kiarostami en 2004. Fue en Ereván, la capital armenia, en un festival en el que había muy pocos invitados. Recuerdo haber conversado con él de temas muy variados, desde la falta de autoridad de un director para matar a sus personajes hasta cómo había hecho en Five para que los perros no se le fueran de cuadro. En Ereván, Kiarostami tenía tiempo para todo, ya que había vuelo a Teherán una sola vez por semana. Así, comíamos todos juntos en largas cenas en las que se bebía un buen vino búlgaro y el gran brandy local. Don Abbas no se privaba de ellos, como no se privaba del gusto por filmar dentro de los automóviles ni de explorar las posibilidades narrativas de los teléfonos y los contestadores automáticos. Su relación con el régimen, como la de muchos de sus compatriotas, estaba basada en la discreción. Con esa discreción había logrado que un centro de producción de documentales para niños produjera películas adultas, magistrales y oblicuas como ¿Dónde está la casa de mi amigo?, Close-up o A través de los olivos. A Kiarostami le gustaba pasarla bien, y cuando las cosas se le complicaron para conseguir financiación iraní, los franceses le permitieron seguir filmando pequeños encargos documentales, obras experimentales como Shirin o películas de ficción con estrellas como Copia certificada donde, además de los juegos narrativos de su sello y de un amable homenaje a Rossellini, se ven las imágenes más bellas que el cine haya producido de la campiña toscana.

Kiarostami tenía ojo para filmar y sabiduría para sobrevivir en medios tan absurdos como una antigua civilización que desembocó en los ayatolás y como el cine, donde asentarse en la figura del maestro al uso europeo conlleva esa pequeña dosis de impostura que sólo unos pocos pueden encarnar con gracia.