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El hombre que sería rey

El príncipe Zaleski, de M.P. Shiel, es uno de esos libros cuya publicación despierta la atención de los suplementos culturales, siempre tan ávidos de curiosidades. En este caso, tanto el autor como su personaje califican ampliamente para integrar el capítulo bizarro de la historia de la literatura.

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El príncipe Zaleski, de M.P. Shiel, es uno de esos libros cuya publicación despierta la atención de los suplementos culturales, siempre tan ávidos de curiosidades. En este caso, tanto el autor como su personaje califican ampliamente para integrar el capítulo bizarro de la historia de la literatura.
Matthew Phipps Shiel (1865-1947) nació en Montserrat (la isla del Caribe, no el barrio) y fue el primer rey de Redonda, el islote vecino que dio lugar a una dinastía imaginaria de las letras, cuyo segundo monarca fue el poeta inglés John Gawsworth (1912–1970), protector de Shiel en años difíciles y mendigo alcohólico en sus últimos días. El reino concedió numerosos títulos nobiliarios y distinciones. En un principio, hizo duques y condes a personalidades como Lawrence Durrell, Henry Miller y Dylan Thomas, pero en los últimos años de Gawsworth (Juan I), estas distinciones fueron a parar a cualquiera que pudiera pagarle un trago al soberano. Finalmente, tras algunas disputas de sucesión, el titular del Reino de Redonda pasó a ser el escritor español Javier Marías, que creó la editorial homónima y continúa alimentando el mito desde sus novelas, ensayos y páginas de Internet y concediendo títulos y honores. Algunos de ellos (Pedro Almodóvar, Arturo Pérez Reverte) son tan cuestionables como los que Gawsworth concedía borracho.
Pero volvamos al libro y a su héroe. Se trata de un príncipe ruso, herido por un amor trágico y harto del mundo, que oficia como detective desde un tenebroso palacio. Allí vive fumando marihuana y en la exclusiva compañía de Ham, un enorme criado negro (una vez es etíope, dos páginas más tarde es libio), que lo trata “con toda la ternura de una mujer”. Si esta frase genera alguna presunción sobre la sexualidad de Zaleski (o de Shiel), el prólogo a cargo del escritor Brian Stableford se encarga de reforzarla. Este afirma que Shiel fue un decadentista asociado con los amigos de Oscar Wilde y no sólo un homosexual clandestino sino también un negro secreto (su madre era mulata). Con gran ironía, Stableford apunta que si Shiel no hubiera ocultado sus antepasados negros ni sus impulsos sexuales, hoy sería un héroe de la literatura poscolonial y de los gay studies. El prólogo (un prólogo extraño, hay que decirlo) termina anunciando que éste no es el mejor libro del autor.
Sin embargo, los tres primeros cuentos, publicados en 1895, tienen lo suyo (los otros tres, escritos mucho más tarde en colaboración con Gawsworth, son inferiores). Desde la decoración del castillo, cuya planta baja está infestada de ratas y en el que un sarcófago engalana los aposentos de Zaleski, la narración crea una atmósfera enrarecida y más bien grotesca (camp, podría decirse) que resulta sumamente divertida y tiene no pocas resonancias actuales.
En el segundo relato hay un anciano y noble caballero que vive en compañía de un joven protegido árabe que, como pasa en las mejores familias nacionales, lo termina liquidando para robarle una joya, aunque no por mera codicia sino porque pertenece a la secta de los Asesinos, con sede ¡en el Líbano! (“prueba de lo perverso que es Hezbollah”, diría Aguinis). Por otra parte, Shiel está obsesionado con la medicina y la genética, y sus familias aristocráticas suelen estar afectadas por la sífilis y las degeneraciones hereditarias. En el notable cuento S.E. (en inglés, más apropiadamente, S.S.), Shiel alcanza el paroxismo de la paranoia y coquetea con la idea de eliminar a los más débiles como estrategia de ingeniería social. Es que el autor, aunque tuvo muchos amigos socialistas, era bastante conservador, por no decir reaccionario, como lo fueron también sus colegas y discípulos en la literatura de horror, gente como el americano H.P. Lovecraft y el galés Arthur Machen, el único escritor británico que confesó su simpatía por Franco. Personas así, con un pasado turbio, no podrían ocupar un cargo público en la transparente Argentina de hoy.