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El ignorante maestro

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Hay personas que consideran que los docentes ganan muy poco, y deberían ganar más; hay personas que consideran que los docentes ganan muy poco, y deberían jorobarse o inmolarse. Hay personas que consideran que los docentes llevan a cabo una labor indispensable, y que eso habría que reconocerlo pagándoles salarios dignos; hay personas que consideran que los docentes llevan a cabo una labor indispensable, y que en razón de eso hay que despojarlos del derecho a hacer huelga (aunque sea constitucional). Hay personas que inquieren, con espíritu patronal, por la carga horaria efectivamente dictada frente a cursos; hay personas que se interesan, en cambio, por la preparación de las clases y la planificación de los cursos, por la coordinación y la actualización, por los formatos y los tiempos de evaluación (todo eso que, fuera del aula, mejora lo que pasa en el aula). Hay personas que consideran que los dirigentes gremiales reclaman de manera justa, hay personas que consideran que van demasiado lejos, hay personas que consideran que se quedan demasiado cortos.

Existe este espectro diverso de enfoques y de ideologías. Pero tal vez nunca habíamos caído tan bajo como sociedad, en lo que a la educación se refiere, como con la premisa, recientemente lanzada y debatida, de que cualquiera puede enseñar. La figura del maestro ignorante, esgrimida por Jacques Rancière, sirve a un propósito emancipatorio, pues desactiva el mecanismo de poder que funda todo un paradigma didáctico. Me temo que aquí tenemos una penosa inversión, la figura del ignorante maestro. No el que enseña lo que no sabe, porque quiebra las subestimaciones y revela a los alumnos su propia potencia de aprendizaje, sino más bien lo opuesto: el soberbio que cree que sabe, o que sabrá enseñar lo que sabe, subestimando petulantemente a todos. A los que quieren estudiar, no menos que a los que estudiaron y estudian.