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El juego de las estrellas

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El mundillo literario se vio agitado por la forma reality del antiguo y maravilloso o angustioso juego de la sillita que jugábamos en el jardín de infantes. Primero todos, luego sesenta y luego treinta formaron parte de los candidatos a una selección que, en viaje y residencia a París, mostrará o muestra el must de la literatura argentina contemporánea. Así como Landrú trabajaba los in y los out de acuerdo a los variables sistemas de la moda, los incluidos y los excluidos de esa selección se volvieron objeto de opinión, a lo que se sumó que los propios participantes y excluidos que presumían de condición meritocrática previa para integrarla no dejaron de opinar acerca de ella. Martirologios, indignaciones e indignidades de todo tipo. Si viajaban o no por integrados o genuflexos, opositores o marginales, por meritorios o desmedidos, por motivos etarios, matrimoniales o genitales, por proximidad o simpatía, por obra realizada o por falta de ella. Los argumentos son tan variables y poco interesantes como los que emplea Sabella para no convocar a Tevez, pero el problema es distinto aunque también parezca asumir la apariencia de una causa nacional, disminuida en su dimensión épica por el escaso interés general que despierta la literatura. El problema no es quiénes y para qué viajan, sino el asunto mismo de la representación. ¿Representa un escritor algo de la literatura argentina? O, más exactamente: ¿la literatura es un arte representativo y asumen en ella un papel sus autores? ¿Hay un específico de lo argentino como nación, como estilo y como lengua que debería ser representado por uno u otro cuerpito? Yo creo que no, creo que la literatura, toda y cualquiera, es arrepresentativa y asocial, que sus ritmos y mareas solo pueden establecer relaciones con sus ritmos y mareas. Cada autor, penosa y gloriosamente, sólo encarna o representa el pequeño o gran universo que es su obra, y nada más.