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El juego del verano

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Leo en una columna de Nicolás Lucca el tono exacto que querría imprimirle a la mía: “La era kirchnerista fue un eterno loop de delirios fundacionalistas, transmisión de miedos, imposición de ideas caducas y transferencia de culpas”. Yo agregaría: un amasijo de ignorancia y de resentimiento. Ejemplo de lo primero, mi amiga K con título de doctora que, ante el triunfo de Macri, dice: “Bueno, ahora viene la plata dulce”. No, nena, no, la plata dulce es lo que se acabó (esperemos que para siempre): el consumo en el exterior subsidiado por el Estado. Ejemplo de lo segundo, los que ante un Macri que farfulla en un inglés de pacotilla, en lugar de admirar su soltura de cuerpo y su falta de inhibiciones intelectuales se rasgan las vestiduras porque hablar en inglés en un foro internacional equivale a entregar el país a la voracidad de los fondos buitre.
Naturalmente, también leo las columnas de Mario Wainfeld y Horacio Verbitsky (por ejemplo), a quienes en modo alguno se puede confundir con la infección de Brancatelli (ésa es la mezcla exacta de ignorancia y resentimiento de la que deberíamos ser capaces de prescindir). Wainfeld y Verbitsky no necesitaron del kirchnerismo para pensar lo que piensan, decir lo que dicen y criticar al Gobierno por sus actos de gobierno. Es decir, no necesitaron ni necesitan que les pasen letra.
Soy incapaz de simpatizar con el gobierno nacional por muchas razones, todas ellas de izquierda, pero cada vez que prendo la televisión y escucho matonear otra vez a Diana Conti me dan ganas de salir a abrazar a Aranguren (no lo permita Dios).
Habrá que esperar a que el “kirchnerismo residual” (me encanta la definición: ¿es de Pagni?) dé sus últimos estertores para poder salir a discutir en serio políticas de Estado.
Mientras tanto, imaginamos un país gobernado por Máximo Kirchner y vamos distribuyendo los ministerios. Hagan la prueba, es el juego del verano.