Antes que nada, pongámonos de acuerdo en algo: cualquiera está en su derecho de escribir lo que le
venga en gana, lo que no es lo mismo que decir que cualquiera esté en condiciones de publicar (al
margen de las infinitas ediciones de autor –es decir, pagadas por el autor– que se
multiplican día a día como las epidemias) todo lo que se le cruce por la cabeza. Mal que nos pese,
en la composición actual del mercado, son bien pocas (unas, exageremos, cincuenta en la Argentina)
las personas que deciden qué es lo que llegará a las mesas de novedades de las librerías mes tras
mes, es decir, qué es lo que la mayor parte del público consumidor de libros va a tener la
posibilidad de comprar –y, en el mejor de los casos, leer. Se supone, de todas maneras, que
estas pocas decenas de editores y directores editoriales son los que mejor preparados están para
encontrar el frágil equilibrio entre la calidad literaria y la demanda de los lectores (aunque no
es ésta, por supuesto, la variable en la que usualmente se piensa a la hora de publicar una obra).
¿Cuál es el camino que sigue un original –llamarlo manuscrito sería un anacronismo:
casi nadie escribe ya a mano– desde que sale de la impresora de un autor hasta que termina
emparedado entre dos tapas de cartón a cuatro colores y exhibido, si tiene la suerte, en una mesa
entre pilas y filas de otros flamantes libros con deseos de un destino que no sea el de convertirse
nuevamente en pulpa? Por lo general, si no cuentan con agente literario, familiares, amigos,
conocidos o amantes en alguna casa editora, lo que les queda es invertir una buena cantidad de
pesos en fotocopias, impresiones y anillados e ir de puerta en puerta tratando de que alguien se
apiade de recibirlos. Si tienen esa extraña suerte (en la recepción de algunas editoriales pueden
verse cartelitos que amonestan: “No se reciben originales”), un editor dedicará a sus
proyectos un par de minutos rápidos de atención y, en el caso de ver algún potencial, encargará un
informe de lectura, que podrá ser positivo (en ese caso, tiene la mitad de las chances de ser
publicado alguna vez) o negativo (ninguna chance). Los originales descartados –la inmensa
mayoría–, casi siempre se acumularán luego en una habitación a la espera de que alguien se
haga cargo de triturarlos con esas máquinas que se ven en las oficinas de los mafiosos de las
películas. Recuperarlos de entre ese caos de voluntades frustradas requiere de una cantidad de
paciencia que pocos autores y editores tienen.
Como los informes de lectura son secretos, y los editores son gente ocupada, los autores casi
nunca conocen las razones por las que sus obras seguirán inéditas. Salvo en contados casos: Damián
Tabarovsky suele hacer una devolución por mail de los originales que le llegan a Interzona (y
existen al menos un par de libros basados en informes de lectura como estos: uno del catalán
Gabriel Ferrater y otro del italiano Roberto Bazler). El mismo Tabarovsky me escribe para darme la
dirección de la web del sello español Caballo de Troya (que pertenece a Random House Mondadori, y
que publica sus novelas), donde el editor Constantino Bértolo (foto) responde en un foro los
requerimientos de los autores que le envían su material. La idea suena tan novedosa como
estremecedora (los autores rechazados siempre creen que sus obras son geniales o potenciales best
sellers), pero se trata de una poco frecuente muestra de honestidad intelectual. Bértolo será uno
de los invitados especiales al encuentro de crítica y periodismo cultural que prepara para fines de
marzo el Gobierno de la Ciudad, motivo por el que también vendrá por primera vez a la Argentina el
notable reseñista español Ignacio Echevarría.