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El lobo herbívoro

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Hace unas pocas semanas lo vi, por última vez, a Fogwill en una librería. Me dio alegría encontrarlo. No tenía buen aspecto, pero nunca se me ocurrió que Fogwill podía morirse, ya que la gente tan vital parece eterna. Intercambiamos un par de ironías, habló bien del último libro de Alejandro Rubio, mal del último libro de Matilde Sánchez y se quejó de las reseñas complacientes. Cuando estaba por irse aproveché para felicitarlo por el prólogo que escribió para los Cuentos reunidos del noruego Kjell Askildsen que se publicaron hace unos meses. A modos de agradecimiento, preguntó si me había dado cuenta de que aprovechó la circunstancia para “bajar línea” recordándonos que en Noruega el servicio militar de doce meses es obligatorio para hombres y mujeres. Fogwill me consideraba algo así como un progresista y se divertía irritándome, como a tantos otros, con su amor por el militarismo y su pública oposición al matrimonio gay, al aborto, al divorcio y hasta a la cuenta de los desaparecidos.

Cinco minutos con Fogwill eran siempre un compendio del personaje Fogwill. Pero no era un personaje. Es demasiado fácil llamarlo de ese modo aunque su histrionismo oral y escrito proporcionaran la excusa para no tomarlo en serio. A Fogwill se lo consideraba un escritor importante, aunque tenía sus enemigos. La Breve historia de la literatura argentina de Martín Prieto le dedica sólo una línea, despectiva y al paso: “Un realismo sólo moderno en sus referentes”. La respuesta podría estar en el mismo prólogo a Askildsen: “En Noruega no hay teorías sobre la literatura nacional, porque tienen literatura nacional”.

Pero el pacto, de todos modos, era que como Fogwill había hecho méritos como escritor, se había ganado el derecho a componer una suerte de bufón de perfil agresivo. Y Fogwill aceptaba esa carga: no es fácil hacerse oír cuando nadie quiere oír, sobre todo si se está solo.

Y Fogwill, a quien conocía todo el mundo, estaba solo como nadie en la esfera intelectual argentina. Tal vez fuera el único que estaba solo porque quería y porque creía –aunque nunca lo escuché decirlo– que era indecoroso y cobarde pertenecer a un grupo, maniobrar de acuerdo a intereses compartidos y practicar el intercambio de favores, es decir las reglas del juego del ambiente literario. Fogwill no intercambiaba favores, pero los hacía. Especialmente a quien no le debía nada y era notablemente generoso a la hora de reconocer el talento ajeno. En esa independencia residía su grandeza: era tan apasionado como ecuánime y su obstinación por no seguir la corriente era ejemplar, inspiradora, aun cuando uno no estuviera de acuerdo con sus posiciones. De hecho, nadie podía estarlo y su estrategia era desmarcarse de todo pensamiento que no fuera el propio. Pero sería miope atribuir esa cualidad al narcisismo: Fogwill predicaba con el ejemplo que el mundo podía ser comprendido y que para eso había que empezar por no creer en verdades de consenso, que había que negarse a ser hablado por los discursos dominantes a izquierda y a derecha. En otras circunstancias personales e históricas podría haber sido un maestro o un caudillo, pero fue evolucionando en cambio hacia esa curiosa especie de lobo sociable y herbívoro que fue su figura en los últimos años.

A todos los escritores, geniales o imbéciles, les cabe la tentación de Enoch Soames, el personaje que pactó con el diablo para saber qué opinaría la posteridad de su obra. Fogwill participaba de ese deseo de reconocimiento. Ansiaba ser valorado como narrador, como ensayista, como poeta y como crítico. Pero lo justo hubiera sido que se le concediera, en cambio, una gracia exclusiva: la de asistir a su propio velorio para que pudiera ver cuánta gente lo quería y cómo lo habremos de extrañar.