Recién llegado de los Estados Unidos después de una larga estadía, Marcos Aguinis vuelve a su
escritorio, a la casa que mira hacia el verdor y describe los quince meses de su ausencia.
—Durante todo ese tiempo estuve radicado en Washington –explica–. En los
primeros meses fue por una invitación que me hizo la American University de esa ciudad y que se
denomina “Para distinguidos escritores en residencia” (Distinguished Writer in
Residence), o sea viviendo allí y, francamente, resultó una verdadera distinción porque no me
exigían prácticamente nada. Me instalaron en una oficina con computadora, me abrieron todos los
archivos, me asignaron asistentes y, como retribución, acordamos que yo diera algunas conferencias
y dictara un curso sobre literatura. Incluso este curso fue muy rejuvenecedor para mí porque lo
hice con estudiantes norteamericanos ya graduados de muy buen nivel y muy interesados en literatura
latinoamericana, pero que no hablaban castellano. En primer lugar, les interesó que estudiáramos
algo de García Márquez, y luego les propuse que pasáramos a los cuentos de Borges, cosa que los
apasionó. Lo interesante, sobre todo, fue que los dos autores daban para abrirnos a la filosofía, a
la historia, a la mitología y a diversas experiencias literarias. Incluso recabé varias enseñanzas
muy buenas como, por ejemplo, cuando al final del curso, al presentar cada estudiante un trabajo de
unas veinte páginas que les había insumido investigación y cierta originalidad, dos de ellos me
pidieron una entrevista privada en mi oficina. Me explicaron que no podían entregar sus trabajos en
el término previsto pues debían cumplir también con otras materias. Yo, como argentino acostumbrado
a la flexibilidad que nos caracteriza, les señalé que no tenía ningún inconveniente siempre y
cuando se tratara sólo de una semana. Más tarde, también se aproximó mi asistente, otro estudiante
graduado, y me dijo: “¡Usted aceptó la prórroga!”. “Sí, claro –le
contesté–, esto no implica ningún problema serio”. “No. Pero usted les está dando
a estos dos estudiantes un privilegio que no comparten los demás. De modo que si ellos presentan un
trabajo muy bueno, usted nunca los puede calificar con el máximo (A). Tiene que ser con algo menos,
porque usted les brindó un beneficio y un beneficio siempre tiene que conllevar un costo. ¡Y este
costo los priva de la nota máxima!” Yo quedé muy sorprendido, pero luego entendí que ésa era,
verdaderamente, una forma de ecuanimidad. Es decir que se pueden dar ciertos privilegios pero
tienen que ser compensados porque, de lo contrario, todo vale igual. Y esa diferencia es lo que
determina la competencia por sobresalir, por lo mejor, dentro de niveles totalmente éticos. Allí se
nota entonces la diferencia de cómo hay un esfuerzo genuino, muy intenso, por ser mejor sin
trampas.
—Es un ejemplo muy interesante sobre todo en este momento en el que, después de ocho
intentonas, tenemos finalmente, en Buenos Aires, un rector en la Universidad. Y a propósito de este
mundo de claustros, ¿qué impresión te dejó el mundo universitario norteamericano?
—El ambiente universitario allí se caracteriza por darle privilegios a la
investigación. Básicamente, toda universidad se preocupa en conseguir muchos recursos para que el
profesor no solamente enseñe y ayude al estudiante a conseguir su título, sino que también se
dedique a estudiar. Esto es lo que más califica. Ese clima de investigación produce una diferencia
cualitativa muy grande. Las universidades americanas son verdaderas usinas de pensamiento, de
ideas, de creatividad. No están apoltronadas en mecanismos repetitivos, burocráticos y aburridos
sino que la competencia es extraordinaria. Por otro lado, la estabilidad universitaria es absoluta
y un profesor puede insultar al presidente y hablar mal de los Estados Unidos (el ejemplo más
notable es Noam Chomsky), pero nadie le va a objetar que siga siendo profesor con todos los
privilegios que significa. Esto crea una gran certeza en cuanto al reaseguro de la libertad de
expresión y de pensamiento. Ello lleva a que vayan prevaleciendo los mejores, y la estabilidad y la
remuneración que se dan al trabajo académico hacen que confluyan en los EE.UU. los mejores del
mundo. Me encontré con profesores e investigadores de Asia, China, India, de Europa del Este, todos
de muy buen nivel y que trabajan muy cómodamente en ese clima. Yo resumiría que es un clima de
libertad pero también de mucha exigencia.
—Cuando vos decías que los profesores universitarios estaban muy bien remunerados, ¿a
qué nivel te referías?
—Bueno, al nivel que les permite tener una buena calidad de vida. Además del hecho de
que a todos los docentes se les paga por asistir a congresos, conferencias, etc., y también por la
búsqueda bibliográfica que les permita acceder a informaciones necesarias. Hay universidades que
tienen muy pocos estudiantes y, sin embargo, sus presupuestos son altísimos. Y los recursos se
obtienen, básicamente, de los graduados que se sienten moralmente obligados a apoyar a esa
universidad y a devolverle todo cuanto esa casa de estudios les dio. No es como recibirse y
olvidarse de la Universidad...
—O recibirse e irse a trabajar afuera...
—Constantemente hacen contribuciones. Luego, hay mucha conexión con el mundo de la
productividad. Allí también la Universidad trata de conseguir recursos. Es interesante observar que
hay diferencia entre quienes están a cargo de tareas ejecutivas o burocráticas y los que están a
cargo de la recaudación de fondos. Es decir, existe un área específica en la Universidad que se
ocupa de eso y la presidencia de la Universidad suele estar ocupada por los que son mejores
recaudadores de fondos. Te diré que hay toda una tecnología que apunta a ese campo. Por otra parte,
la donación está muy relacionada con la libertad. Es decir, en vez de que el mecenazgo (como ocurre
en la Argentina) termine siempre orientado por la burocracia del poder de turno, en Estados Unidos
se acepta que cada ciudadano tenga el derecho de donar para lo que se le ocurra. Si desea donar
para hacer un circo, se acepta que esa plata vaya a un circo. Si, en cambio, quiere donar para un
museo, allí va. Lo mismo que para una sinfónica o una banda de jazz. En ese aspecto no hay
limitaciones y el donante es gratificado, por supuesto, con la correspondiente reducción de
impuestos.
—Es sumamente interesante sobre todo para nosotros, que estamos muy alejados de ese
mundo; muy ocupados por la cosa cotidiana. Diría, más bien, por el disturbio cotidiano.
—El nivel de conflicto revela también el nivel de poder o de calidad que tiene esa
sociedad. Por cierto que no hay sociedad sin conflicto pero ciertamente, allí, el conflicto no está
referido a la elección de un rector. Eso sería inconcebible.
—¿Cómo notaste al estudiantado con respecto a la Guerra de Irak?
—En general los campus universitarios son anti-Bush. Diría que casi todos. Más del 90%
se opone a la Guerra en Irak que es mal vista, criticada. Es un debate con altura y están tratando
de buscar un camino racional y buscar una ayuda. Por ejemplo, durante la segunda parte de mi
estadía fui invitado por el Wilson National Center for Scholars, un centro de investigadores con
sede en Washington, por el que circulan pensadores, periodistas, políticos de todas partes del
mundo buscando un intercambio de alto nivel, efectuando investigaciones sobre cualquier tema. En
ese centro me encontré con especialistas en problemas de la cuenca del Mar Negro y del Mar Caspio
¡que reúne a 12 países! Esto, claro, parece una cosa tan lejana para nosotros pero tiene que ver
con la energía, con el petróleo, el gas, la bomba atómica. También me encontré con especialistas en
los Balcanes o especialistas en relaciones comerciales entre China y Japón. Allí tuve la sensación
de estar en un observatorio con los telescopios más potentes del universo. Entonces, claro, se
tiene una visión muy amplia. Pero, al mismo tiempo, los debates que se realizan son muy críticos,
en un clima de gran respeto recíproco. Casi diariamente hay debates en los que cada expositor habla
durante diez minutos, luego hay tiempo para preguntas y discusiones. Nadie interrumpe. Todos
escuchan lo que cada uno expone y esto lleva a un intercambio real de ideas y a un gran
enriquecimiento, aun en medio de las críticas. Incluso hay investigadores que concurren a este
centro a terminar sus libros y presentan sus tesis y realizan una revisión profunda de lo que han
escrito antes de publicarlo.
—¿Pudiste escribir algo en estos meses?
—Yo me propuse investigar el odio latinoamericano hacia Estados Unidos...
—No podemos dejar de reírnos ante la inmensidad del tema.
—Sí –prosigue Aguinis–, es un tema que no empieza con Bush, es muy antiguo
y va variando de país en país, de año en año. Me encontré con una información muy colorida porque
el Centro Wilson puso a mi disposición un asistente que me ayudó a buscar bibliografía y allí me
encontré con elementos muy distintos. Por ejemplo, en este momento, es mucho más intenso el
sentimiento antinorteamericano en la Argentina que en México o en América Central. Esos países han
sufrido en carne propia y han tenido conflictos más intensos que nosotros con los Estados Unidos.
Esto, generalmente, no se explica con claridad pero en la Argentina misma es un sentimiento que
fluctúa. Va variando según los años y según las áreas. Tiene partes racionales y otras,
irracionales.
—¿En este momento, vos observás aquí un sentimiento antiyanqui más fuerte que antes?
—Bueno, hemos visto lo que fue la anticumbre y me parece que hay como un clima en el
que queda bien ser antinorteamericano, y si defendés a EE.UU. parecería que estás defendiendo una
causa condenable. Lo cual no me parece interesante porque es entrar en una suerte de corriente que
arrastra y en la cual no hay debate. Yo investigué bastante y presenté algunos de mis hallazgos en
el curso de esas reuniones y allí surgieron ideas interesantes. Me acuerdo de un alemán que
comentaba (mientras yo hablaba de la modernidad) que el sentimiento antinorteamericano está
vinculado con el miedo a la modernidad. El miedo hacia lo que significa. Me explicaron (y yo lo
acepté) que hay muchas modernidades y que hay muchas maneras de verla. Luego, también un
investigador de Brasil, que se ha especializado en las relaciones entre su país y EE.UU., me
explicó que, en Brasil, el sentimiento antinorteamericano es mucho más flexible, hasta podríamos
decir que humorístico. Es un sentimiento que no está cargado de odio. En cambio, los argentinos
somos más resentidos y hostiles. Para darte un ejemplo: cuando se produjo el escándalo de Clinton
con la Lewinsky, en Brasil hubo una gran condena a Clinton ¿pero sabés por qué?: ¡por su mal gusto!
Nos distendemos ante el humor carioca y luego volvemos a la obra de Aguinis.
—Estoy terminando una novela y tengo otro trabajo también avanzado sobre la realidad
argentina que puede ser un ensayo para publicar más adelante. Es decir que tengo el material y
posiblemente voy a enriquecerlo aún más en la etapa del procesamiento.
—Contame de la novela...
—Es una historia que vengo trabajando desde hace más de tres años con mucha
investigación. Ocurre en un tiempo no muy lejano al nuestro... Es una historia de amor relacionada
con los conflictos que se han vivido en las últimas décadas. Y esa historia de amor está cruzada
por las ideologías y las pasiones de tipo político que llevan a cierto cambio de visión bastante
doloroso. Nos hemos encontrado con que hemos olvidado que, desde la Guerra Fría en adelante, hubo
pasiones en un sentido u otro y que las ideas y los sentimientos se han modificado. Gente que
estaba a la izquierda pasa a la derecha; otra, de la derecha pasa a la izquierda. Personas que
admiraban a la Unión Soviética dejaron de admirarla. Muchos no entienden lo que está ocurriendo en
China y esto se vincula no solamente con lo racional sino también con lo emotivo. Los amores
políticos son, a veces, tan intensos como los hinchas de un equipo de fútbol. Uno deja de
racionalizar y adhiere o rechaza algo sin pensarlo bien. En este momento hay acciones muy extrañas:
cierta extrema izquierda está aliada con la extrema derecha teocrática y uno no puede entenderlo.
—Es que los autoritarismos se deben tocar en algún punto...
—No hay duda. ¡Es un descubrimiento que parecería estamos haciendo recién ahora! Los
autoritarismos tanto de derecha como de izquierda, comparten su odio hacia la libertad, a la
democracia, a la tolerancia, al pluralismo. Eso no lo habíamos visto. Nos olvidamos de que antes
del fascismo ya estaba el comunismo en el mundo. Los modelos estalinista y trotskista existieron
antes de que aparecieran Mussolini y Hitler. Ellos tomaron muchas cosas de lo que había ocurrido
con la revolución bolchevique.
—¿Y este marco histórico aparece en tu novela?
—Ese vendría a ser el elemento que está detrás de esa historia de amor. En la Argentina
hemos visto estos conflictos. Por ejemplo, en la década del 30 hubo familias que se dividieron
entre las que estaban a favor del pensamiento liberal y aquellas que pasaban al nacionalismo
católico.
—¿La revolución de Uriburu?
—Claro. Y durante la Guerra Civil Española los argentinos estuvieron divididos. La
Avenida de Mayo era un pugilato permanente entre republicanos y franquistas. Y luego, en la Segunda
Guerra Mundial, con la posición neutral de la Argentina, se enfrentaron los partidarios del Eje y
los de los Aliados. De modo que esto no es nuevo entre nosotros.
No puedo apartar la vista de dos réplicas del Moisés de Miguel Angel que ofician de
separadores entre los libros de Aguinis.
—Son premios que me otorgó la Sociedad Hebraica Argentina –explica
Aguinis–, pero no puedo dejar de ver en ellos todo un símbolo.
—Marcos, ¿vos te considerás un hombre sabio? Sabio de la vida. No de la información.
—Realmente, ¿qué es la sabiduría? Yo creo que es una asociación entre el conocimiento y
la ética. Pero, claro, siempre fallamos en el conocimiento, algunas áreas se nos escapan y no somos
ángeles. O sea que tampoco la ética es perfecta. De modo que yo creo que sería muy arrogante
considerarse un hombre sabio pero no hay duda de que, a medida que pasan los años, y si uno tiene
el coraje y la entereza de atreverse a aceptar que te has equivocado en algunas cosas, que los
conocimientos que tenías no eran lo suficientemente precisos y verdaderos, entonces hace falta
cambiar cosas...
—Todo un tema, la sabiduría...
—Posiblemente consista en aceptar más que en imponer, resignarse en muchos aspectos y
reconocer que hay elementos de la vida, características de ciertos conflictos que uno debe aceptar
tal cual vienen. La sabiduría quizá consista en aportar lo nuestro en la medida en que los
conflictos puedan aminorar su impacto doloroso, sus efectos dañinos. Creo que un hombre sabio es el
que busca, obviamente, la paz, la armonía, que la gente se sienta bien.
—Dentro de tu obra, ¿cuál es tu libro preferido? O cuáles de ellos, considerando lo
prolífico que sos.
—Yo creo que una de mis novelas más logradas fue La matriz del infierno; y como obra
compleja y muy bien estructurada, te diría que Los iluminados. Yo escribí La gesta del marrano con
dolor y con pasión, puesto que se ocupa de las injusticias que derivan de la discriminación, del
miedo y del odio hacia el diferente. Otra novela por la que siento mucho afecto, porque es una
denuncia al pensamiento conspirativo, es La conspiración de los idiotas. Ese pensamiento fascista
que cree que los males del mundo son producto de un grupo perverso, sin asumir, en cambio, nuestros
propios deberes. Tenemos que aprender a aceptar que todos somos responsables de gran parte de las
cosas que nos ocurren. Tanto buenas como malas. Me gusta mucho una frase que está comenzando a
usarse: “El mejor amigo del hombre era el perro pero ahora se ha descubierto que el mejor
amigo del hombre es el chivo expiatorio”. Es una forma de poner la culpa siempre afuera.