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El mejor director del mundo

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Tenía 13 años y quería ver Manhattan, de Woody Allen, que era prohibida para menores de 14. Todos decían que esa película era genial, intelectual, sofisticada: todo lo que yo quería ser. Le pedí a mi amigo Beto Extranges, que era alto y corpulento, que me acompañara al cine donde la daban; si él sacaba la entrada y yo me paraba detrás, tal vez no me pidieran documento. Hicimos eso, fue en el cine Luxor, de Lavalle. La película de Woody Allen era en blanco y negro y era, también, muy diferente a las anteriores suyas que yo ya había visto: Bananas, Sueños de un seductor. Esta casi no tenía gags, pero había algo en ella que me volvía loco. No sé qué. Incluso la historia era bien sencilla: un hombre mayor, divorciado, se enamora de una chica muy joven y fantasea siempre con que ella lo va a dejar. Beto Extranges se durmió inmediatamente porque la película le pareció un bodrio. Yo salí en éxtasis. Me di cuenta de que el cine que me impactaba era ese que producía un cambio radical en mí. Antes, con las películas que veía, me pasaba que al salir del cine la realidad me parecía chirle, aburrida. Yo quería seguir viviendo en la película. Con este tipo de filmes nuevos que ahora estaba disfrutando, la realidad entraba en crisis, se ponía en estado de pregunta, de incertidumbre. El mundo se ampliaba y se volvía un lugar inquietante.

Pasaron los años y mi viejo me dijo que había visto una película muy extraña sobre un nenito mudo y el fin del mundo. Me dijo que la viera porque él no la había entendido. La daban en el cine Lara de Avenida de Mayo (yo había visto ahí, todos los sábados por la noche, La canción es la misma, de Led Zeppelin). Fui a verla con Claudio Broccoli, un compañero de la facultad. Un gran amigo. La película se llamaba El sacrificio y me partió la cabeza. Era de Andrei Tarkovski. Tarkovski filma el mundo de los sueños, y en eso no hay nadie mejor que él. Sus películas son largos poemas que se resisten a ser asimilados. Nos acercamos a ellas como se acerca uno a un animal numinoso. Cuando salí del cine me armé una retrospectiva del director ruso: vi Stalker, Andrei Rubliov, Solaris, El espejo, La infancia de Iván. Todas eran obras maestras. No deja de maravillarme lo poco que vivió Tarkovski, lo poco que filmó y la potencia de cada uno de sus filmes.

Tarkovski nació el 4 de abril de 1932 y murió en París, de un cáncer, el 29 de diciembre de 1987. Tengo en mi biblioteca sus diarios, con el título de Martirologio, que era el nombre que les ponían a los textos jurídicos antiguos donde se procesaba a los cristianos primitivos. Como esos cristianos, Tarkovski también se sentía perseguido. Es impresionante todo lo que le pasa, cómo la tiene que remar para poder vivir, tener una casa digna, salir del país, entrar al país, cuidar a sus hijos, conseguir plata para mantener a su familia, defender de la censura soviética sus películas, pelear contra burócratas que le exigen que filme sobre el hombre soviético y el socialismo y no esas películas infectadas de misticismo y metafísica. A veces, hasta le piden que después de proyectar los filmes los explique. ¿Qué quiso decir, Tarkovski?, le preguntan. Y el tipo se enerva. Antes de los 40 años ya tiene dos infartos. “El cine ha caído en la mediocridad. Básicamente porque los así llamados cineastas se han apartado del mundo espiritual. En la concepción de estos cineastas el cine es una forma agradable de ganar dinero y de conseguir la fama. Quiero hacer una película que por su significatividad sea igual a un acto vital. Evidentemente todo el mundo me injuriará e intentará crucificarme”.

El 28 de diciembre de 1977 transcribe, en una entrada de su diario, un texto de Lao Tse: “La blandura es superior, la dureza inferior. Cuando el hombre nace, es blando y flexible. Cuando muere, duro y rígido. Cuando el árbol crece, es flexible y tierno y cuando está seco  y duro, muere. La rigidez y la dureza son los compañeros de la muerte. La flexibilidad y la blandura expresan la frescura de la existencia. Por eso, lo que ha endurecido, no vencerá”.