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politica y vida cotidiana

El método de la tortilla

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En su libro que, en un guiño a Freud, llamó Psicopatía de la vida cotidiana, el psiquiatra Martin Kantor dice: “Los políticos con inclinaciones psicopáticas manipulan presentando verdades parciales como absolutas; evitan dar un panorama preciso y balanceado, presentando en cambio una realidad que conduce a votarlos a ellos. También es habitual que alteren sus convicciones personales para seducir a los votantes, anticipándose a lo que creen que quieren oír. Dicen una cosa cuando creen que puede ayudarlos a ganar elecciones, lo contrario cuando la opinión general se les vuelve en contra. Justifican este cambio de las maneras más creativas: ‘Tengo derecho a cambiar de opinión’, o ‘maduré’, o ‘la situación cambió y yo también’.”

Nada nuevo, por supuesto, salvo por el hecho de que en la Argentina el psicópata que describe Kantor sería una especie de Churchill. Los candidatos que tenemos ni sueñan con dar explicaciones. Algo pasó –una mutación en la conducta de generaciones enteras, un verdadero cambio cultural– que permitió esta disociación completa entre la realidad física y el discurso. Massa no es kirchnerista, ni antikirchnerista, ni ninguna otra cosa fuera del momento exacto en el que pronuncia su discurso, que puede decir lo que sea, porque nadie le va a preguntar, nadie lo va a cotejar con la realidad. Lo que dice Massa –lo que dicen casi todos– hoy es Lorem ipsum dolor sit amet, consectetur adipisicing elit: la parrafada en latín inventado que Letraset compiló para sus catálogos en la década del 60 y se sigue usando hoy en diseño gráfico cuando hace falta llenar un espacio con texto genérico.

El discurso de los candidatos es sorprendentemente uniforme en una sociedad nominalmente polarizada. Usan un vocabulario muy pobre; son brutos pero saben que el grueso de sus votantes lo es todavía más y no tiene mayor interés en escucharlos. La política queda reducida a gestos limitadísimos, porque después de diez años de disonancia cognitiva el kirchnerismo ya los usó todos cambiándoles el signo. Destruyeron la república invocando a la república, te prohibieron comprar dólares profesando su amor, te dejaron sin pan para que tengas patria. Después de una década así, nada quiere decir nada. Salvo que uno invente un idioma nuevo o –más razonablemente– empiece a desarmar ese delirio. Para impugnarlo, los candidatos deberían reconocer que antes lo aceptaron, y no pueden o no quieren hacerlo. ¿Por qué es tan difícil reconocer el error? Arriesgo: porque las encuestas dicen que los votantes no quieren reconocer los propios. Asistimos así a un simulacro. Todos sabemos todo, nos asusta decirlo en voz alta, estamos locos.

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Esta semana trascendió el contenido de un workshop macrista que enseñaba a los candidatos del PRO a comportarse como humanos. Los alentaba a tomar un café en Las Violetas o a comer una tortilla en El Obrero de La Boca. Se les proponía ir de compras por el Once, tomarse un colectivo en hora pico y donar sangre. Quise ver la lista completa y se la pedí a funcionarios y candidatos del PRO, que respondieron con sarcasmo y evasivas; deduzco que el resto es todavía peor. ¿Qué tipo de marciano tenés que ser para que tu mejor manera de convencer a los demás sea comer una tortilla donde la comen ellos? Y sobre todo: ¿qué posibilidades de éxito tiene el método de la tortilla en tu práctica política real, una vez que hayas ganado las elecciones? ¿Eso es lo que aprendiste a hacer? No, dejá, te agradezco.

Es fácil ganarle las elecciones a un gobierno que proscribe los tomates dos meses antes de las elecciones. Pero al kirchnerismo es imposible ganarle, porque no es un adversario político: es una enfermedad. Te podés curar, o te podés joder. Estas elecciones parlamentarias limitarán –con suerte– los sueños reeleccionistas de la mafia gobernante. Pero se llevan a cabo con su misma lógica y sus mismas herramientas, que educan en este momento a quienes no conocieron otra cosa y, a este paso, no la conocerán nunca.

*Escritor y cineasta.