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PERFIL, 10 aos

El poder de lo esdrújulo

Pablo Alabarces|Del plan trienal al siglo corto.

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Entiendo el valor simbólico de la “década”: de la palabra y del tiempo que describe. Entiendo hasta la sonoridad –díganla en voz alta, paladéenla: tiene la fuerza de la esdrújula. Dicho esto, me resisto a ritualizarla. Supongo que cuando uno ha cumplido cinco décadas, la acumulación suena espantosa: por ejemplo, hay necesariamente más décadas cumplidas que por cumplir. (Por eso, festejo mis cumpleaños en los lustros: cada año es un mero trámite, cada cinco se tira la casa por la ventana).

Otro uso especialmente odioso –o que me resulta especialmente molesto– es el que tiende a ordenar las periodizaciones. La década del 80 fue la de la transición democrática (lástima que comenzó cuatro años tarde); la de los 90, los años neoliberales (que comenzaron antes y terminaron luego, si es que realmente terminaron). Durante la década del 90 hubo equis cantidad de muertos en el fútbol, aunque la diferencia entre un muerto de 1989, uno de 1997 y otro de 2015 sea casi imperceptible. Los historiadores aprenden, casi en la primera materia de la carrera, que la periodización es una decisión crucial: y que por consiguiente no puede depender de la cantidad de ceros en la numeración de un año. Así es como Hobsbawm tuvo que inventar el “siglo corto”, el que comenzaba en 1917 (o 1914, ya no me acuerdo) y finalizaba en 1989: un siglo de setenta años. Algo así propone el kirchnerismo con la “década ganada”: una década que va de 2003 a 2015 –planteando, dicho sea de paso, horrorosos problemas a los intelectuales orgánicos del próximo presidente, que se las verán en figurillas para ponerle nombre de década a un ciclo que comienza en 5: un espanto. Espero que, a cambio, no vuelvan a pronunciar la frase “plan trienal”. 

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Y sin embargo: los diarios no suelen durar diez años. La década es casi impronunciable. Por supuesto que existe la “prensa decana”, los bronces que pronuncian sus voces obviamente broncíneas. Y también los diarios setentones, que no son decanos porque el siglo XX ya no se los permitía: que, para colmo, han envejecido mal (donde otros proyectan sus mármoles y sus estatuas en la Recoleta, los setentones gritan, se enojan, se les cae una dentadura mal pegada).

Mi biografía conoce tres intentos frustrados, en este orden de desaparición: Tiempo Argentino, el primero, el de los 80; el mismo PERFIL cuando quiso ser cotidiano, en 1998; Crítica de la Argentina, entregado a las fieras con dos añitos angelicales. No se me escapa La Voz (de los sin voz), pero nunca escribí allí. Esa biografía me permite saber las barbaridades de las que son capaces los decanos y los ancianos para impedir voces, ya no digo disidentes, sino siquiera complementarias, porque inevitablemente serán competitivas.

Las presiones a los anunciantes, las trapisondas en la distribución, las malas artes: todo está permitido en un mercado regulado por el abuso de poder. Del mismo modo, conocí el poco interés de por lo menos seis presidencias en que floreciera la disidencia, no digo la herejía –apenas cuento desde Alfonsín en adelante: el interés de la dictadura era empecinadamente por censurar y cerrar.

Por eso, a pesar de mis reticencias, alguna década no está de más festejarla. Los primeros diez: los mismos que uno, personalmente, también celebraba, porque le ponían los largos o porque accedía al mundo maravilloso de las dos cifras. El momento en que te repiten “ya sos grande para hacer esas cosas”: momento exacto en que hay que empeñarse en repetirlas. Diez años no son una década: en este país y esta prensa, son apenas una excusa para valorar la sobrevivencia. Y para permitirse la herejía, junto a la disidencia, el único camino para envejecer con altivez e inteligencia, sin colesterol.

(*) Doctor en Sociología.