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convivencias

El problema catalán

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Quería pasar una vez más por Girona, cuyo centro histórico monumental, compuesto por la catedral (de un gótico sombrío), la judería y los baños árabes nos deja entrever la historia de un mundo que no pudo ser y que ya no será: la cohabitación pacífica entre comunidades de diferentes credos, la utopía encantadora de un mundo donde el otro no sólo está a mi lado sino que me permite definirme.

Me encontré con una ciudad encantada que los últimos acontecimientos políticos de España (la negativa de los partidos españoles hegemónicos a sentarse a conversar con los autonomistas catalanes) había transformado en un reducto del independentismo más desaforado (banderas catalanas en todos los balcones, la proclama de “Un nuevo Estado para Europa” en cada esquina).

Yo miro por lo general con simpatía los movimientos antiestatalistas y mucho más los antimonárquicos (en el caso catalán, sólo me irritaba, antes de mi estancia en Girona, el monolingüismo al que tiende: una vez más comprobé que muchos jóvenes entienden mal el castellano y lo hablan con dificultad). 

Ahora noté algo más grave: el comercio tiende a rechazar los pagos con tarjeta de crédito, lo que implica (los argentinos somos expertos en ello) una tendencia a evadir impuestos (no pagar impuestos al reino de España como gesto independentista). De ese modo se crea una generación de evasores que luego no habrá modo de incorporar al sistema (se trate de un nuevo Estado o de un nuevo pacto de las autonomías). El autonomismo se muerde, de ese modo, la cola.

Al comentarles el asunto, mis amigos (catalanes o no) asintieron. “La idea es que sea como Andorra, o Luxemburgo, y paraíso fiscal para Europa”.
No sé cuánto habrá de cierto en esa hipótesis, pero me pone triste, porque veo, en uno de los territorios más hermosos del mundo, que una vez más la imposibilidad de convivir con el otro se lleva todo por delante.