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El recambio turístico

Una vez terminada la catarata de balances de 2008 que pretenden zippear el año entero en dos o tres ideas, empieza el terrorismo turístico de las vacaciones. Ese plano televisivo que comienza con un zoom a un barquito lejos y se va abriendo y se ve el mar y se sigue acercando y se ve la playa como un hormiguero pateado, y el murallón y la gente en la rambla saludando frente a las cámaras con un cartel que dice Baradero presente. Así estalla el verano.

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Una vez terminada la catarata de balances de 2008 que pretenden zippear el año entero en dos o tres ideas, empieza el terrorismo turístico de las vacaciones. Ese plano televisivo que comienza con un zoom a un barquito lejos y se va abriendo y se ve el mar y se sigue acercando y se ve la playa como un hormiguero pateado, y el murallón y la gente en la rambla saludando frente a las cámaras con un cartel que dice Baradero presente. Así estalla el verano. Y comienzan los grandes desplazamientos de veraneantes en la ruta. Y viene después el llamado recambio turístico, esa especie de Triángulo de las Bermudas criollo donde uno puede desaparecer. Lo anuncian los titulares cada año: “Siete muertos y más de 30 heridos en el recambio turístico”.
Quizá porque en la adolescencia tuve un accidente en un ómnibus en el que hubo dos muertos y muchos heridos, los viajes por la ruta, de vacaciones, me generan bastante cautela. Y el recambio turístico me pone en una alerta particular. Es como una gran colisión de olas migratorias en medio del camino. Los que vienen del sol, los que van hacia el sol. Dos ejércitos, dos bandos. Uno lo trata de evitar, pero no puede. Uno cree que va a agarrar la ruta tranquilo, que va a venir escuchando música y mirando ese espejismo de agua que se forma sobre el asfalto cerca del horizonte. Pero no. Estás embotellado con toda tu legión de clones (vos que te creés tan especial) que tienen el mismo hambre, el mismo apuro, la misma ansiedad, el mismo calor, y tocan el mismo bocinazo que suena en enjambre como el verdadero llamado de la especie.
Todo el mundo tomó la misma decisión: salir un día antes, salir un día después, salir bien temprano, salir tarde cuando ya se haya despejado el camino. Y aceleramos hacia el recambio, hacia el relevo de turistas, acercándonos ya a la zona del encuentro. Los insolados contra los blanquitos. Los de la playa, los del asfalto. Los expulsados del paraíso infernal de la costa, los recién liberados de la prisión laboral. Unos desde el malhumor del fin de las vacaciones pagas, otros desde el malhumor de la ciudad hirviendo. Todos en camino a la furia. Nos lanzamos los unos contra los otros y ya nos encontramos de frente a 130. Las familias argentinas nos inmolamos con violencia en una gran descarga de energía nacional. Un gran choque en cámara lenta.
Nos zampamos la parentela, nos ponemos de sombrero el rumbo de los otros, entrecruzamos nombres y yerbas sobre el asfalto y fotos de la abuela y discos de Cafrune, de Gilda, de Rodrigo. Nos politraumatizamos. Nos cruzamos, nos desparramamos, nos entregamos al paisaje, morimos a cielo abierto. Pasamos de ser Pablos buenos tipos, a víctimas fatales. Pasamos de ser buenos asadores, a ocupantes del auto siniestrado. Y nos filma al detalle el noticiero de las ocho que ignora las causas que provocaron semejante colisión. El gran rompecabezas del perito a todo color. Fue una linda vida pero se acabó porque el destino no perdona ni un mínimo descuido, y menos al volante. ¿Quién fue? ¿Quién frenó? ¿Quién se tiró a pasar así? ¿Quién dudó? No importa. Los muertos nos vamos a la pausa para seguir después en vivo desde el lugar de la tragedia.
Me dirán que esto es morboso, que es humor negro, que es grotesco. Puede ser. Pero como nunca deja de asombrarme la violencia con la que los argentinos nos largamos a la ruta, entonces lo escribo. Si después de leerlo alguien lo recuerda al salir de vacaciones y tiene más cuidado, entonces esta columna habrá servido para algo.