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El resplandor

Cuando yo era chico, veraneábamos en Miramar, que debe de ser la única ciudad balnearia del mundo donde la especulación inmobiliaria desaforada consiguió que el sol que cae sobre la playa se oculte a partir del mediodía detrás de los edificios.

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Cuando yo era chico, veraneábamos en Miramar, que debe de ser la única ciudad balnearia del mundo donde la especulación inmobiliaria desaforada consiguió que el sol que cae sobre la playa se oculte a partir del mediodía detrás de los edificios. El viaje por ruta era infernalmente largo. Sin embotellamientos, no tardábamos menos de ocho horas en llegar a destino. Y ya antes de eso, a cambio de la expectativa por gozar de las mieles del verano, primaba la ansiedad. Mi padre, obligado a atar las valijas sobre el portaequipajes y apurado por salir antes de la madrugada para encontrar el camino despejado;  mi madre, que se sentía en falta (o era llevada a sentirse así por las exigencias de último momento), las preocupaciones por apagar todas las luces, cerrar las llaves de gas, trabar todas las puertas, etcétera.

Mamá había preparado las vituallas para el viaje. Sándwiches de milanesa, huevos duros, tomates, manzanas, todo guardado en bolsitas de plástico. Ya en la ruta, a mi padre lo exasperaban las discusiones entre mi hermana y yo, le disgustaba la calidad, temperatura, dulzura o amargura del mate que su mujer le cebaba y entregaba cuidadosamente, para que pudiera tomarlo con una mano mientras sostenía con la otra el volante, la vista clavada en la pista. El era de los conductores que amaban la velocidad pero que a la vez presumían de prudentes. Su frase favorita, ante aquellos que sobrepasaban la máxima permitida o que se adelantaban levantando el polvo de la banquina o, peor aún, superaban su propia fila avanzando por la mano contraria y corriendo el riesgo de chocar de frente, era: “Andá, matate”.

Una vez ocurrió. Alguien  pasó a toda velocidad la hilera de autos y más adelante tomó mal una curva, no recuerdo si volcó o chocó. Solo sé que el vehículo estaba dado vuelta, y mi padre frenó al costado de la ruta y mi madre desesperada le dijo: “¡Pero Luis!”, como diciendo “No vayas ahí”, y mi padre le dijo: “¡Pero Malvina!”, y fue hacia el coche volcado, mientras nosotros, estacionados en la banquina, lo esperábamos. Y al rato mi padre volvió con las manos llenas de sangre y pidió un trapo para secarse.

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Pero lo que quería contar era que yo trataba de atenuar el tedio de aquellos viajes trazándome puntos de arribo más cercanos. Dividía tiempo por espacio fijándome en los espejismos de la ruta. Miraba a lo lejos, a los brillos lejanos, mojones como oasis, charcos de luz sobre el asfalto, y rogaba silenciosamente: “Ojalá ya estuviéramos allí”. Claro que a medida que el Peugeot 403 avanzaba, el efecto óptico persistía: esos charcos de luz se iban “corriendo”. Vez tras vez, ese punto de alivio parcial para mi desesperación se estiraba y disipaba en el espacio eterno de la ruta, y cuando finalmente entrábamos en Miramar, nuestro Peugeot 403 no había llegado a “pisar” el resplandor.