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El síndrome Hubris

Néstor Kirchner es el dirigente político que más trabajó para vaciar de contenido y erosionar la investidura presidencial de su esposa. Desde el principio desarrolló en forma incansable, obsesiva y sistemática un operativo para condenarla al segundo plano y para dinamitar cualquier señal de renovación tan vital para un gobierno que apenas lleva 140 días de vida.

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Néstor Kirchner es el dirigente político que más trabajó para vaciar de contenido y erosionar la investidura presidencial de su esposa. Desde el principio desarrolló en forma incansable, obsesiva y sistemática un operativo para condenarla al segundo plano y para dinamitar cualquier señal de renovación tan vital para un gobierno que apenas lleva 140 días de vida. Kirchner lo hizo: Cristina está pasando por su momento de mayor debilidad política. Esto no lo discute ni el más fanático kirchnerista. Y va por más: tras haber convertido al gobierno de Cristina casi en una frágil formalidad, la empuja a dar la batalla final contra un gigante como el campo.
Ya no queda lugar para las sutilezas. Si Néstor no estuviera casado con Cristina, diríamos que el ex presidente resolvió en estos últimos días tomar el poder por asalto, blanquear la situación y terminar con el doble comando. El discurso del jueves en Ezeiza pareció un grito desencajado que decía: “Acá mando yo”. Presuntamente se lo decía a los “golpistas” del campo pero –en realidad– se lo estaba diciendo a la madre de sus hijos. Así lo entendió Martín Lousteau, quien se sintió en medio de un chiquero institucional.
La gravedad y la velocidad de la crisis obligan a sumar al análisis una palabra peligrosa: autogolpe. También una pregunta: ¿quién es el que desestabiliza las instituciones? Las intrigas y las imágenes de palacio mostraron esta semana a la Presidenta casi como un objeto de decoración. Fue protagonista de una miniserie en helicóptero sobrevolando el humo entrerriano con fugacidad y televisión, y se fotografió con la princesa Máxima y artistas populares como Pablo Echarri y Guillermo Francella. Mientras tanto, un ya escuálido Alberto Fernández trataba de explicar lo inexplicable y de anunciar acuerdos con el campo que –una vez más– serían decisiones unilaterales que no contribuyeron para solucionar el conflicto, sino al contrario.
Es probable que, tal como dice en sus discursos, el ex presidente quiera defender a Cristina. Si bien su irracional ansiedad le hace cometer errores a repetición, todavía se da cuenta de que en la suerte de ella está su suerte. Están juntos en el mismo barco. No se salvará uno sin el otro. Pero es tan fuerte el impacto de la enfermedad política que sufre que sólo atina a darle el abrazo del oso que protege pero que asfixia. Esa dolencia que afecta a Néstor Kirchner fue definida científicamente como “síndrome Hubris”. Es la palabra griega que hace referencia al héroe que después de ganar una batalla se emborracha con el éxito y eso le hace perder contacto con la realidad y, por lo tanto, entrar en un huracán de equivocaciones. En su libro In Sicknees and in Power, el doctor David Owen lo desarrolla después de haber estudiado durante 6 años el comportamiento cerebral de los líderes en varios países. La ventaja de Owen es que además de ser neurólogo fue ministro de Relaciones Exteriores de Inglaterra y fundó el Partido Social Demócrata luego de emigrar al laborismo. Cuando identifica los síntomas más habituales no se puede menos que pensar en el matrimonio presidencial. Owen habla de que en un momento de la evolución de su afección se creen invencibles y ven enemigos por todas partes. Por eso desprecian los consejos aún de su gente de mayor confianza.
Uno de los mayores pecados del kirchnerismo, desde Roberto Lavagna en adelante, fue haberse desprendido de todos aquellos colaboradores que les advirtieron de algún peligro. Ojo con la inflación y con el capitalismo de negocios para los amigos, les dijo Lavagna allá lejos y hace tiempo, cuando el fueguito recién había comenzado a arder. De diversas maneras le avisaron que por ese rumbo iban a chocar tanto Horacio Rossatti como Gustavo Beliz. O Sergio Acevedo y Luis Juez. Algunos advirtieron sobre el peligro de una economía que empezaba a hacer agua ahogando pobres y jubilados en el desierto del INDEK, otros tomaron distancia de la compulsión a los negocios negros que el poder concentra en pocas manos y muchos vienen advirtiendo el salvajismo de una metodología que humilla y maltrata y que –por lo tanto– genera odios y resentimientos. Cada uno a su medida y armoniosamente se lo fueron diciendo. Y cada uno de esos mensajeros fueron prolijamente congelados o apartados del corazón del poder. Condenados a Siberia, como dijo Carlos Reutemann. O a escribir maravillas como Rafael Bielsa. O a ser retados públicamente por Kunkel por haber sido menemistas, como en el caso de Felipe Solá. O a cargar con el mote de mafiosos dignos de Francis Ford Coppola, como Eduardo Duhalde. En fin, la lista es muy larga. Martín Lousteau no será el último.
Entristece mucho la manera en que pulverizan cuadros políticos y técnicos de buen futuro, como lo era Lousteau, que no abundan en el Estado. Los consumen como cigarrillos. En un instante los convierten en humo y tiran la colilla a la basura. Antes apagan la brasita aplastándolos contra el suelo con la suela de su mocasín patagónico. Así, los más independientes y los mejores técnicos son reemplazados por los más sumisos. Para muestra basta un botón: hay que observar la degradación paulatina pero persistente en todo sentido que hubo desde Lavagna hasta Carlos Fernández.
Entre todos los desterrados al exilio, tal vez el más lúcido analista que tiene el peronismo fue premonitorio en este diario. Julio Bárbaro, quien se negó a practicar la obediencia debida para pasarle por encima a la libertad de prensa, se lo dijo a Jorge Fonteve-cchia en ese reportaje para guardar: “El problema de los Kirchner es psicológico, no ideológico”. Bárbaro plantea que los Kirchner se sienten parte de una gesta y que están en la Tierra para cumplir una misión. Y que el maltrato divide más que la discusión ideológica. Porque queda grabado en la memoria: ni olvido ni perdón.
Con una denominación más sociológica que médica, si el síndrome hubrístico no se trata deriva en lo que Owen llama “ideación megalomaníaca”, cuya primera señal es creerse insustituibles, únicos, dignos de una reelección eterna. Allí aparece la necesidad de construir obras faraónicas y con el tiempo aparece la versión más grave y paranoide: “todos están en contra de nosotros, todos nos envidian, todos nos quieren voltear”. Se encierran cada vez más. Se colocan una pesada armadura que los preserva de los cascotazos de la realidad pero que los convierte casi en autistas políticos. Sólo los detiene una gran derrota.
Los Kirchner todavía no llegaron a esos extremos pero van en ese camino. Hay mucha gente que se los dice de manera diplomática porque temen el castigo. Hasta el vicepresidente de la Nación, Julio Cobos, les pidió que se dejen ayudar.
Los gobernadores reclaman cada vez más libertad para poder atender las demandas del campo y para dejar de depender de la limosna coparticipativa que les tiran desde el poder central, si es que aplauden cuando tienen que aplaudir. Mario Das Neves lo marcó a fuego en su momento con el hachazo para Alberto Fernández. Ahora dijo que los problemas no se solucionan si primero no se los reconoce, y de paso les aumentó las retenciones a los casinos de Cristóbal López en la provincia. “No me gusta cuando veo los camiones de caudales que se llevan al norte nuestro dinero”, declaró a los medios locales. Quien quiera oír que oiga. Chubut no para, es el lema de su administración.
Los economistas más productivistas y amigos del Gobierno, como Lousteau o Peirano, ya no saben cómo hacer flamear la bandera del combate contra la inflación sin despertar la ira de los dragones. ¿Entenderán que la inflación es una brutal retención para los pobres? Otra vez el aviso de que van a chocar. Otra vez las acusaciones y la estigmatización contra los que quieren aportar de buena fe. “Quieren enfriar la economía para que los argentinos no consuman”, decodifica el ex presidente cuando en realidad le están diciendo que enfríe la inflación antes de que la inflación congele al Gobierno.
Pero no hay caso. No es posible saber con fina sintonía informativa si Cristina Fernandez celebra o sufre en carne propia los desbordes totalitarios de su marido. ¿Néstor hace todo lo que hace con o contra Cristina? El nivel de crispación de su discurso en Ezeiza tiene pocos antecedentes. Satanizó al campo responsabilizándolo absolutamente de todo. De los incendios, del humo, del desabastecimiento, de los intentos golpistas y hasta –ay, ay, ay– de la inflación. El contexto era de terror. Su anfitrión fue Alejandro Granados, un verdadero peso pesado en el fútbol de Tristán Suarez, que impuso que la casaca de ese club tuviera estampado el nombre de Carlos Menem y luego el lema “Cristina Presidenta”. Su parrilla –El Mangrullo– fue un lugar emblemático de las madrugadas de menemismo festivo. Granados fue “pejotista” pero ahora es “progresista”, porque se sumó al Proyecto K, aunque –nobleza obliga– justo cuando se estaban jugando minutos de descuento y el árbitro estaba por pitar el final del partido.
Del otro lado de la pantalla, señora, Hermes Binner, con su prudencia democrática habitual, también quiso ayudar al Gobierno nacional. Presentó un excelente plan agropecuario integral y dijo –para no irritar– que está “a favor de los reclamos del campo, pero que eso no significa estar en contra del Gobierno”. Y enseguida dio a conocer los verdaderos índices de inflación de la provincia, que cuadriplican los de Moreno. Fue un mensaje claro porque en la vida cotidiana el gobernador Binner ya registró varias cosas que lo alarman: fuerte caída en la recaudación de Santa Fe, suspensión de horas extras a los obreros de la fábricas de maquinaria agrícola y un parate fenomenal en el consumo y en la actividad comercial producto de los enfrentamientos con el campo. Pero hasta la prudencia de Binner tiene un límite. Ayer, en declaraciones a una radio rosarina, el gobernador socialista dijo: “Estoy preocupado, porque verdaderamente necesitamos que haya un solo presidente. A mí me tocó dejar la función e irme a mi casa. Cuando le entregué las llaves de la Municipalidad de Rosario al ingeniero Lifschitz fue un momento difícil en mi vida, pero así es la democracia. Hay que saber que en las funciones públicas uno tiene plazos y después hay que darles lugar a los que ganen las elecciones”.
Hasta el mismísmo Ricardo Lorenzetti, presidente de la Corte Suprema de Justicia, les avisó a los Kirchner que estaban por chocar con el campo a cien kilómetros por hora. “No es bueno judicializar la protesta, esto lo debe resolver la política con diálogo y consensos”, dijo alguien por quien Cristina siente un gran respeto intelectual y moral. La pregunta de la hora es: ¿lo escucharán o también lo condenarán? O mejor dicho… ¿se escucharán o se condenarán? Es el abismo que existe entre la posibilidad de resucitar o suicidarse.