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ECONOMISTA DE LA SEMANA

El tigre de las finanzas

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Mercados. La Argentina se sacude al ritmo de los vaivenes de los operadores. | AFP

En mi familia compramos un tigre para cuidar la casa. No está domesticado, por supuesto, lo necesitamos para que reaccione ante la presencia de extraños. Cuando se nos ocurrió la idea, la primera preocupación fue la seguridad de la familia, y pensamos que una buena solución sería comprar un ejemplar que durmiera de día y estuviera despierto de noche. ¡La seguridad del hogar es lo primero!

El sistema que diseñamos funciona así. El tigre vive en el comedor. De noche está despierto y nosotros cenamos en la cocina, que tiene una puerta especial que conecta directamente con los cuartos y el baño, sin pasar por la cucha de la bestia. Luego cerramos las puertas de los cuartos y dormimos sin riesgo. De día el tigre duerme, pero si un ladrón entrara el ruido lo despertaría, y lo tragaría de inmediato. Los fines de semana la cosa es más delicada, porque nos gusta comer en el living. La solución fue evitar hacer ruido para no despertar a la fiera.

Hace un tiempo tuvimos nuestro primer problema. Estábamos comiendo tranquilos bajo un silencio sepulcral cuando por la calle pasó una ambulancia que despabiló al tigre. Salimos corriendo a tiempo hacia las piezas, pero había que hacer algo para que esto no se repitiera. Gracias a nuestros contactos en el SAME, logramos convencerlos de los riesgos que corría mi familia, y durante las emergencias la ambulancia ahora cambia el recorrido.

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Lamentablemente, las inconveniencias siguieron. Un sábado fue el bocinazo de un conductor apurado e irresponsable. Otra vez salimos ilesos, esta vez por poco. Por suerte uno de nosotros trabaja en la Ciudad, y convenció a las autoridades de los riesgos involucrados. Cerrar la calle de la casa al tránsito fue una decisión sensata, tal vez la solución definitiva.

Pero ya sabemos cómo es la gente, y los actos insensatos continuaron, privándonos de pasar un fin de semana familiar. Un domingo fue el grito de un vecino lo que sacudió al tigre y volvió a ponernos en riesgo de ser masticados. Es cierto, el hombre se había quemado fiero, pero nosotros pagamos por su reacción, que nos puso a nada de ser engullidos. Otra vez zafamos por un pelo, pero la inconsciencia del vecino fue correspondientemente sancionada por el consorcio, que entendió que se debía mantener silencio dada nuestra situación.

Un domingo de ravioles, sin embargo, ocurrió un nuevo episodio. Nuestra hija menor tiró involuntariamente el salero al piso. Esta vez la fiera fue más rápida que nadie y tragó a la niña de un bocado, mientras el resto nos ocultábamos en los cuartos. El suceso nos entristeció un poco, pero luego pensamos que, después de todo, ahora éramos más conscientes de que errores como esos no se podían cometer. También compensó la amargura descubrir la notable efectividad del tigre ante la presencia de sospechosos.

Pese a tantos avisos e incentivos, los problemas siguieron. Tras varios meses de nuevos incidentes, lo que quedaba de la familia se reunió para evaluar si la decisión de tener un tigre en la casa valía o no la pena. Las opiniones se dividieron. De un lado pretendíamos minimizar todo posible ruido que despertara al tigre. Propusimos buscar a los mayores especialistas en la materia a fin de aislar al máximo el comedor de todo sonido. Paredes gruesas, vidrios dobles o triples, uso de guantes, caminar en medias, asientos de hule y mesa de agua fueron algunas de las opciones que se manejaron. Afortunadamente ganó esta postura, una solución costosa pero racional, y se descartó la solución facilista de deshacerse del tigre, una actitud irresponsable que expondría a la familia a despojos que amenazarían la armonía del hogar.

Supongo que esta historia fue narrada con la suficiente exageración para que salte a la vista su punto cardinal. Políticas que crean vulnerabilidades y riesgos duraderos producen equívocos a la hora de echar culpas a las causas de potenciales desequilibrios. Concretamente, la deuda externa es una daga que pende sobre la economía y cuya caída sobre nuestros cuellos depende de los caprichos de unos cuantos inversores, y esta situación nos lleva a confundir las verdaderas causas de los eventos de crisis. Como es natural, los tigres de las finanzas se despiertan ante cualquier ruido político, y devoran las reservas sin miramientos, pero resulta poco convincente echar culpas únicamente a las novedades. Cuando el shock es grande, la reacción de los tigres puede ser justificada, pero cuando cualquier detalle dispara una corrida (a los dormitorios) conviene revisar las políticas que llevaron a esta situación de fragilidad en primera instancia.

Con seguridad, la analogía del tigre con la deuda no es suficiente. Deshacernos del tigre es mucho menos costoso que deshacernos de la deuda, a la cual habrá que domesticar con un trabajo fino e inteligente. Lo que es seguro es que pretender domar al tigre restringiendo los ruidos y las actividades (económicas) que lo alborotan puede terminar con el animal quedándose, finalmente, como único dueño de casa.