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El tío Maneco

Antín contó cómo conoció a Orson Welles, recordó las fanfarronadas sexuales de Glauber Rocha y desplegó su socarrón sentido del humor.

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Una vez por año, Manuel Antín nos invita a almorzar a Flavia y a mí. Somos parientes, ya que mi padre era su primo hermano. Y Manuel, a quien desde chico apodaban Maneco, es un tipo muy familiero. La ceremonia suele repetirse con mínimas variantes. Vamos a un restaurante que queda a la vuelta de la Universidad del Cine, un local que nació casi al mismo tiempo que la FUC y tuvo un éxito parecido (hoy es la parrilla más célebre de la ciudad). La foto de Manuel está en las paredes y tiene una mesa reservada permanentemente. Es muy raro que no esté ahí, con estricta puntualidad, cada día de semana a la una de la tarde.

Antín nació en 1926 y cuando yo era chico (que soy bastante viejo) ya era conocido como cineasta, aunque su fama se acrecentó con Don Segundo Sombra (1969). Desde entonces, y a pesar del tiempo transcurrido, me acostumbré a que la mención de mi apellido provocara la pregunta: “¿Usted es algo de Manuel?” Después de filmar diez películas, fue presidente del Incaa con Alfonsín y cuando dejó la función pública fundó la FUC, la escuela de cine más importante del continente. La última vez que nos encontramos, Manuel estaba particularmente comunicativo. Tras contar cómo conoció a Orson Welles, recordar las fanfarronadas sexuales de Glauber Rocha y desplegar su socarrón sentido del humor, se puso a hablar de la parte desconocida de su obra, es decir, de su vocación literaria, de la que la carrera cinematográfica fue un desprendimiento casual. Su versión (siguiendo a John Ford, en estos casos hay que imprimir la leyenda) es que, después de leer un cuento de Cortázar sintió la tentación de plagiarlo, pero se dio cuenta de que lo mejor era hacer una adaptación cinematográfica, que resultó en su opera prima, La cifra impar. A partir de entonces, Antín filmó casi siempre guiones basados en obras literarias.

Pero ese paso hacia el cine implicó negar de algún modo otra carrera, la del adolescente que escribía a escondidas poemas y relatos y lo siguió haciendo durante muchos años. Para entonces, tenía terminadas dos novelas: Los venerables todos, con la que hizo una película pero nunca pudo publicar porque el omnipresente Cortázar le perdió el manuscrito y Alta la luna, cuya historia es insólita. Escrita en 1958, durmió en un cajón mientras Antín se dedicaba al cine hasta que, hace un par de años, apareció alguien que –no se sabe bien cómo– había leído el manuscrito y le propuso publicarlo. Tras dudar mucho ¿debía, a los 90 años, cambiar otra vez de personaje?, aceptó. Pero cuando apenas Alta la luna se había distribuido, se arrepintió violentamente, al punto de salir a recorrer las librerías para comprar todos los ejemplares y que nadie la leyera. Hoy es muy difícil de conseguir, aunque si uno es pariente e insiste mucho, tal vez...

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Es una historia increíble, pero coherente con el personaje. El otro día le preguntamos si era cierto que hace poco había rechazado el título de “Ciudadano Ilustre” y lo confirmó. Más que un acto de modestia, me pareció que se negaba a compartir la distinción con algunos predecesores. También que la consideraba una costumbre de enorme vulgaridad. Creo que Manuel piensa que estar vivo pasados los 90 obliga a no ceder ante las ramplonerías con las que la sociedad trata a las personas de su edad.