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El turno de la gilada

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Una mujer de condición modesta venía pagando las cuotas del tercer año para la adquisición de un terreno que manejaba una organización ligada a un piquetero. Por recibo le daban un papel manuscrito con una firma indiscernible, y en el último tiempo le tomaban el dinero sin entregarle nada a cambio. Le sugerí que solicitara alguna clase de recibo o comprobante de los pagos realizados. Ella buscó al responsable primero, aquel que le había puesto las primeras firmas y dado la garantía verbal de que el terreno sería suyo, y en la organización le dijeron que el tipo no estaba más y que no tenían asiento alguno de sus pagos. Cuando preguntó dónde podía encontrar a su garante verbal, le dijeron: “Búsquelo en Miami”.

Es posible que la influencia política y la aparición pública de Luis D’Elía estén cerca de desvanecerse y que a cambio de sus gozosas presencias mediáticas que transitan entre la patología y el matonismo sólo le quede el consuelo de la actividad privada, si es que le queda alguna luego de la catarata de destratos que está recibiendo después de tantos años de obediencia indebida; desposeído de su rol de gestor oficioso en la berretísima presunta diplomacia paralela con Irán, la prensa oficialista lo tildó de “vendedor de humo”, la radio donde animaba sus veladas opinantes le levantó el contrato y la Justicia examinará la propina que les tiró a los muchachos de All Boys para que se compraran algunos choripanes.

Por su parte, Diego Angel Lagomarsino está en carrera para convertirse en pato de la boda como agente inorgánico asesino hipotético empleado traslaticio de Clarín posible amiguito del fiscal –¿qué significa si no la reiterada mención de su condición de “íntimo” del difunto en labios de una presidenta que elige los detalles de su escenografía y sabe administrar hasta la última de sus palabras?–, acompañado en su carácter de ovíparo matrimonial por tres custodios que no supieron hacer coincidir sus movimientos en el curso de las últimas horas del muerto.  Entretanto, Víctor Hugo denunció el efecto deletéreo de la presencia mediática como causa última del deceso de Nisman. Es evidente que lo que él aguanta todos los días no lo tolera nadie más. Acá y en la China, para que un Estado funcione como una eficiente máquina de prometer seguridad es necesario garantizar que el castigo por la producción del terror caiga siempre sobre la cabeza de los infelices.