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El Watergate de Obama

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“Hacemos cosas desagradables para que las personas comunes y corrientes puedan dormir por la noche seguras en sus casas.” Agente “Control”, personaje de El espía que llegó del frío, de John Le Carré.

En la Antigua Grecia los gobernantes se comunicaban a través de “diplomas”. Eran documentos oficiales que se entregaban doblados y cosidos para preservar lo que llevaban escrito. El portador de ese pliego era un “diplomático” que viajaba con una instrucción para ser entregada a otro soberano. De aquella acepción se deriva lo que hoy se conoce como diplomacia: el arte de representar a un Estado transmitiendo información calificada.

Los diplomáticos establecen comunicaciones reservadas que, en la mayoría de los casos, no pueden ser reveladas en público. Así se convierten, casi sin darse cuenta, en agentes secretos de la política exterior de un país. Y la discreción los vuelve personas curiosas: frente a un periodista suelen decir de todo, sin decir nada porque sus carreras pasarían al olvido si sus palabras se trepan a la tapa de un diario.

Algo de eso deben estar pensando los diplomáticos norteamericanos que hoy redescubren en la prensa los telegramas “top secret” que habían escrito para el Departamento de Estado pero que ahora navegan libremente por Internet. El “Cablegate” se ha convertido en un escándalo que estalló en las manos de Barack Obama desde que WikiLeaks desnudó los intereses y las opinones de Washington.

Es tan abarcado el nivel de información suministrada, y por suministrar, sobre lo que Estados Unidos piensa de cada uno de los líderes del planeta y sobre lo que esos líderes le confiesan a Estados Unidos, que se abre un profundo interrogante sobre el futuro rol de Washington en el mundo.

Obama había despertado esperanzas planetarias cuando prometió un profundo cambio en la política exterior norteamericana, anunciando que dejaría atrás la imagen de arrogancia y desprecio internacional que habían imperado en los años de George W. Bush. Pero Julian Assange, el excéntrico australiano que divulgó los 250 mil cables reservados que escandalizan al mundo, asestó un duro golpe a esa propuesta de cambio.

¿Cómo le explicará Obama al chino Hu Jintao que una falla de seguridad le permitió al mundo entero saber que Beijing reconoce que no puede controlar a una Corea del Norte díscola y nuclear? ¿Qué le dirá el presidente norteamericano al ruso Vladimir Putin cuando quedó en evidencia que Washington lo ve como un metrosexual que no se preocupa por la corrupción del Kremlin? ¿Y qué hará el Departamento de Estado para recuperar la confianza de sus aliados europeos tras revelarse que considera calculadora a Angela Merkel, obsesivo a Nicolas Sarkozy y mujeriego a Silvio Berlusconi?

Otras dudas son, aun, más preocupantes. ¿Cómo se reflotará el proceso de paz en Medio Oriente, ahora que se sabe que el rey Abdalá de Arabia Saudita le exigió al Pentágono bombardear Irán? ¿Cómo se justificará el pedido de datos personales que Hillary Clinton hizo sobre los funcionarios de las Naciones Unidas? ¿Y qué hará Obama para explicar por qué ofrece 85 mil dólares por cada uno de los prisioneros de Guantánamo? Richard Nixon renunció a la presidencia de Estados Unidos en 1974 luego de que se le iniciara un impeachment por el caso “Watergate”, que reveló una red de espionaje montada para espiar al Partido Demócrata en Washington.

Con algo de Bob Woodward y de Carl Bernstein –los periodistas que realizaron aquella mítica investigación–, y mucho de “Garganta Profunda” –la fuente que guió al Washington Post–, Assange se acaba de convertir en la mayor amenaza para la Casa Blanca de las últimas décadas. Obama no quiere repetir los pasos de Nixon. Pero debe preocuparse: una crisis de espionaje sólo deja entrever cómo se inicia. Nunca cómo termina.

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(*) Editor de Internacionales.