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Elefante mata rey

Juan Carlos no abdicó por edad, tiempo, ciclo o razones de Estado. Lo hizo por el mal estado de su razón.

El autor junto al Rey Juan Carlos en 1979.
| Cedoc

Ya sabemos de quién se trata. Y aun plebeyo, me permito opinar. Primero, Juan Carlos no abdicó por edad, tiempo, ciclo o razones de Estado. Lo hizo por el mal estado de su razón. Esa pulsión oscura que lo llevó al torpe gatillazo que acabó sacándolo del trono. El elefante se desplomó al instante. Su Majestad semanas después cuando las portadas del mundo lo mostraron en flagrante ejercicio de crueldad.

Elefante mata rey

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Bien sabemos de quien se trata. Y aun plebeyo, me permito opinar. Primero, Juan Carlos no abdicó por edad, tiempo, ciclo o razones de Estado. Lo hizo por el mal estado de su razón. Esa pulsión oscura que lo llevó al torpe gatillazo que acabó sacándolo del trono. El elefante se desplomó al instante. Su Majestad semanas después cuando las portadas del mundo lo mostraron en flagrante ejercicio de crueldad.

Mejor adiós habría sido jugarse el pellejo real frente a un miura en la plaza de toros de Madrid. No tuvo agallas y prefirió la impresentable heroicidad de un elefante ofrecido “al plato” en la anónima Africa. Cinco toneladas de inocencia zoológica sacrificadas a su ego y puntería. Y así fue (colorin colorado) como el rey de España acabó mundialmente desnudo.

Y en “técnica”situación de abdicable.

Con lo bien que me caía allá por 1979 cuando lo conocí en La Moncloa en donde se me invitó con otros 50 colegas al viaje que los Reyes harían a México, Perú y Argentina. Viaje protocolar en el que resultaría difícil no oir las voces del reclamo precolombino ante la barbarie poscolombina que España perpetró. Fría recepción en el aeropuerto Jorge Chavez con banderines desflecados en la autopista al Distrito Federal. Ya en Lima, menos memoria activa y más viajes. Llegados a Buenos Aires los reyes se sintieron tan cómodos como en España. Nadie les reclamaba nada. Al contrario, fue la propia Reina la que reclamó: un mantón que le fue birlado al acudir al Teatro Colón y que horas después apareció sin que se aportara dato alguno.

Pero nada más insólito durante la visita a Machu Pichu que la coincidencia del Rey y Borges (o, mejor, Borges y el Rey) quienes llegaron a estar a 200 metros sin tener contacto alguno. Me ocupé de pasar tamaño dato pero el protocolo militar peruano consideró improcedente sumar lo borgiano a la ya fijada agenda incaica.

El rey arribó en helicóptero. Borges, que también partió de Cuzco, lo hizo en diminuto tren de trocha angosta y tardó cinco horas en llegar al pie de la explanada. Fatigado por la altura (se defendía del calor con pañuelo de bolsillo atado al cuello) lo vi beber en el vagón una inverosímil “Inca Cola” y recitar: “Estas, Fabio, ay, dolor, que ves ahora, ruinas de Itálica famosa...” a María Kodama. Como moño de este desencuentro sumé otra perla a mi colección “dichos de Borges”. Al informarle María que a la misma hora andaría por allí el rey de España, recibió esta respuesta:

--Ah, sí ¿Y no nos molestará?

Sofía protagonizó una “noticia de tapa” al caer redonda en pleno templo afectada por la altura y debió ser reanimada con coca “de la mejor”. Vuelta a Lima y repuesta de su trance pidió sobrevolar las Pistas de Nazca desde baja altura “pues poco se divisa desde el Boeing”. La Fuerza Aérea Peruana lo desaconsejó ante el peligro de fuertes vientos en la zona pero ella insistió y recorrió el sitio en un avión pequeño junto con tres cronistas de la revista Hola.

Juan Carlos no intervino en la decisión de Sofía. Se limitó a sonreír y sugerir que él no podría hacerle cambiar la decisión tomada.

--Es que Sofi es loca por los Ovnis.- comentó.

Como tal monarca aprovechó su tiempo a concretar negocios para su país y celebrar grises actos militares. Pese a mantener en gestos y palabras la parquedad a que obliga el trono, Juan Carlos sorprendía cada tanto deslizando algún comentario “humano”. Entre ellos, recuerdo el de la molestia que le ocasionaba su variado vestuario de rey, jefe de Estado y también de los tres ejércitos. Según la ceremonia que le tocase, debía mudar su traje de almirante por el de general de tierra o el de aeronauta mayor del reino.

En pocas ocasiones departió el Rey con los escribas que lo acompañábamos. Conmigo intercambió frases para nada históricas y nunca por mi iniciativa pues se nos había indicado no abordarlo.

--¿Así que tu vienes por la Argentina?

A lo que con buena leche le respondí:

--Sí, majestad, por la República Argentina.

Lo que antecede es memoria. En tanto que el asesinato del elefante es suceso que desborda la crónica y ocupa espacio en una historia mayor. Para mí (que creo que todo lo que sucede es símbolo) lo que movió el dedo infeliz del rey fue un malestar que le perturba la cabeza y la corona desde que la realidad del mundo quedó tan al desnudo como él tras su encontronazo con el elefante. ¿No habrá visto en el excesivo, inexplicable, torpísimo animal el símbolo perfecto de su monarquía reumática y ajena de toda posible representatividad? ¿No le sucedió quizás que por un instante clarísimo y cruel se sintió elefante estancado en una sociedad mundial que día que pasa más hunde en el ridículo a los iconos del pasado? ¿Cómo poder seguir creyendo, él, un rey, en un sistema como el monárquico del que solo perviven un protocolo, una sastrería real, una familia para serie televisiva, un yerno que metió la mano en la lata, unos discursos en español antiguo y varios millones de ex súbditos que semana a semana abandonan la inocencia para pasarse a la indignación?

¿A quien le disparó Juan Carlos esa mañana en Africa?