COLUMNISTAS
opinion

En el café

20161119_1153_cultura_fotonoticia_20150729121533_800
Junichiro Tanizaki | Cedoc Perfil
Tuve un sueño, un sueño en París. Estaba sentado en una mesa en la terraza de Le Paradis, en la esquina de la Rue Saint-Martin y la Rue de la Verrerie. Era fin de octubre, de un otoño benévolo, casi primaveral. Yo venía de ver unos libros de arte en Monalisait, y antes la vidriera de una papelería exquisita, llamada L’ecritoire (me gustaron unas cajitas de papel hechas a mano, especies de teatritos en trompe l’oil, en especial una que sugería una escena erótica). Había comprado el diario un poco antes, y ahora estaba sentado en esa mesa, en ese café donde nunca había estado, y al que volvería cada tarde, durante tres días. Apoyé el paquete de cigarrillos sobre la mesa y me puse a leer el diario. Tenía puesto mi buzo de siempre, gris, raído. Gastado por el paso del tiempo, como yo mismo. Hubo un movimiento trivial –me saqué el buzo, la camarera trajo mi panaché, prendí un cigarrillo– y cuando me di cuenta, en la mesa de al lado se había sentado una mujer hermosa. Ella también prendió un cigarrillo, con una elegancia que nunca antes había visto, y que seguramente nunca más veré. De su bolso negro sacó un libro: Cuentos de amor, de Junichiro Tanizaki. Comenzó a leerlo. Yo no podía dejar de mirarla.

De repente cambió de posición –se cruzó de piernas– y gracias a ese movimiento alcancé a ver la página que estaba leyendo, de un cuento titulado “Tatuaje”. La camarera le trajo su bebida, y por un momento perdí el foco del libro. No estoy seguro –aún hoy no estoy seguro– pero tuve la impresión de que ella se había dado cuenta de que yo también estaba leyendo su libro, y que no le disgustaba, al contrario, le gustaba, lo disfrutaba, casi, como un discreto modo de seducción. Volvió a la posición anterior –las piernas cruzadas, el cigarrillo perfecto– y yo alcancé a leer un párrafo, el último del cuento: “La mujer, en silencio, asintió con la cabeza. Se despojó del kimono. Y en ese preciso momento, la gran araña negra tatuada en su espalda fulguró entre las llamas del sol matinal”. Pagó la cuenta y se fue.

Al día siguiente volví a Le Paradis a la misma hora. Ella ya estaba sentada, leyendo. Me senté en su mesa, a su lado, en silencio. Ahora leía un cuento llamado “El secreto”. Leí este párrafo: “Decidí aprovechar la oscuridad de la sala para sacar un papelito y un lapicero de mi obi y garabatear apresuradamente las siguientes líneas: ‘Estoy seguro de que me has reconocido. Te reencuentro esta noche al cabo de tanto tiempo y, ¿sabes?, he vuelto a enamorarme de ti”. Me miró con una intensidad literaria, se levantó y se fue. Yo pagué la cuenta de los dos.

El tercer día no había nadie. El bar estaba desierto, igual que la ciudad. Me senté y me puse a pensar en mi vida, en lo que había perdido, en la ilusión del tiempo recobrado. Cuando ya no esperaba nada, llegó. Se sentó a mi lado y se puso a leer “La flor azul”. Leímos juntos esta línea: “Okada adivina sus deseos”.  Después se levantó y caminó en dirección a Le Marais. Me levanté y rápidamente la alcancé. Por sus auriculares sonaba Why Try To Change Me Now, en la versión de Fiona Apple. Se los sacó y le dije: “Quiero volver a verte. ¿Nos volveremos a ver?”. Ella respondió: “No lo sé, no lo sé… tal vez… Me gustaría, pero es muy pronto para saberlo”.
Y entonces desperté. ¿La volveré a ver? ¿Podré reencontrarme con ella?