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En el molde

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Me quedé pensando, el otro día, en el verdulero de Almagro que me vendió cuatro paltas, y entre esas cuatro, entreveró una ya por completo caduca. Pensé también en el kiosquero del centro que me cobró seis pesos extra por hacerme una recarga en la Sube. Pensé en el vendedor de gaseosa de la tercera bandeja del lado del Riachuelo, que llenó el vaso mitad con gaseosa y mitad con agua. Pensé en el vendedor de hamburguesas que, en esa misma tribuna, me encajó una de dimensiones diminutas, escabulléndola en el pan. Pensé en el mozo que en un bar se tiró el lance de arreglarme con la comanda, en el intento de robarse los impuestos que ya me había cobrado.

Algunos lograron engañarme, por otros me dejé engañar y a alguno se lo impedí. Pero a ninguno le guardo rencor, porque soy flojo de carácter. Lo que espero, eso sí, es que al llegar el domingo, y con el domingo su correspondiente noche, no se sienten frente al televisor, en su sillón favorito o en la mesa familiar, sintonizando este canal o sintonizando aquel otro, a consternarse con las denuncias de corrupción que mueven millonadas enteras y generan tanto enriquecimiento ilícito.

No se me escapa que es mucho más grave trampear con la construcción de un gasoducto o con la importación de automóviles que hacerlo con una recarga de Sube o con un café y un tostado: es verdad de Perogrullo. Pero no creo que aquellas avivadas se deban sólo al chiquitaje; no creo que si por las manos de estas personas pasaran grandes negocios, en vez de hamburguesas o paltas, entonces se volverían instantáneamente rectos y probos, honestos e incorruptibles.

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No se trata de juzgar, y por ende no juzgamos. Me limito a sugerir, eso sí, y con las precauciones del caso, que a la noche, frente a la tele, se ahorren sus peroratas de indignación moral. Que hablen mejor de otras cosas. O que se queden sencillamente callados, como quien dice: en el molde.