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ansiedad

En la encerrona

Con la cuarentena, cambian prioridades e interlocutores. Un neurocientista explica por qué.

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Silencio hospital (Público) Ginés González García | Pablo Temes

Dentro del bloqueo de la cuarentena, uno se ensimisma, adquiere perfiles precautorios a lo Howard Hughes, se entristece y angustia, habla con los que hablaba poco y no habla con los que hablaba mucho. Hay quienes se trazan una rutina ajena a los insólitos dramas políticos, se aligeran del anecdotario –si hay más o menos grieta, por ejemplo–, mudan hábitos de la profesión y prefieren advertir sobre servicios eventuales en la crisis virósica. Situaciones posibles y hasta ahora poco difundidas o atendidas.

Al menos, frente a la emergencia sanitaria o la económica y la incapacidad de funcionarios, gremialistas y banqueros, que ayer desataron un colapso cuasicriminal con los jubilados en la calle.  De ahí la conveniencia de observar conceptos de la ciencia poco visitados –la salud mental– y conversar con expertos sobre el proceso de confinamiento que, en los distintos grupos sociales, provoca trastornos de ansiedad multiplicados en el tiempo, frustración, y un síndrome de orfandad con derivaciones imprevisibles en materia de seguridad. Así lo explica, como docente, un doctor en Neurociencia y Neurobiologia, Sergio Guala, reconocido en esa área internacional (miembro -post doc- de la Society for Neuroscience, EE.UU.).

—¿Advierte un riesgo o peligro en los grupos sociales por la instalación de la cuarentena? Al menos, es un fenómeno que altera o preocupa a determinados sectores medios de la población. Hasta por la diseminación del virus.

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La cuarentena es un estrés, es la forma para buscar un resultado y un objetivo: la vida misma. Pero a los grupos necesitados, vulnerables, en ambiente de urgencias, se les dificulta vivir en cuarentena. Les hablan de lavarse las manos y el agua casi no transita en su cercanía. Entonces, por ansiedad, desesperación y sentimiento de abandono, no poder conseguir algo para sí mismos o sus familias genera más estrés y quizás una tentación al desorden, a rebalsar límites o ley. Por lo tanto, es clave que el Estado comunique, explique, satisfaga déficits para que estas personas no se sientan huérfanas.

—Parece una observación que vale para otros grupos de riesgo; los abuelos también pueden ser sometidos a la orfandad.

—Están expuestos a lo mismo, pero si el hacinamiento es de todos los días, y la necesidad es altísima, la situación resulta más complicada para los más pobres. Como además, los grupos de alta densidad tienen sintonía, conocen su riesgo, esa anomalía puede derivar hacia cierto desorden si no obtienen seguridad de que no serán abandonados. Hay que entender que este problema también lo sufren países del primer mundo cuando se asocia el problema sanitario con el de estrés o subsistencia. Y recordar que las poblaciones sufrientes de terremotos o tsunamis deben ser asistidas también en su conciencia, sobre los tres ítems: alta ansiedad, desesperanza y orfandad.

—¿A usted le preocupa que no alcanza solo con la acción comunitaria de las fuerzas de seguridad para disipar conflictos?

—Al Gobierno le preocupa. Con razón y a pesar de que no se imagina que la curva se dispare alocadamente. De ahí que deba expandirse la cobertura sanitaria, no olvidar que las neuronas espejo generan un efecto de simpatía, la gente tiende a copiar con focos repentinos y en momentos de mayor presión. Hay que atender todas las puntas. Se advierte esto en el sistema europeo, es de consulta diaria este problema.

—¿Las fronteras de la cuarentena?

—El cerebro tiene más tendencia a motivarse por un premio que por un problema, se entusiasma más por un resultado positivo. Ese es un primer incidente, el que nos hace difícil cumplir la cuarentena. Además, en la clase media no hay memoria sobre la supervivencia, no pensamos esa cuestión; al revés –por ejemplo– de lo que ocurre en el Africa subsariana, donde viven con ese tema, casi único, jornada tras jornada. Ahora la cuarentena nos obliga a salvar un día de vida, la propia, la de los seres queridos, la de los otros, finalmente ser solidarios.

—¿El aluvión informativo global de los medios sobre el coronavirus alerta, lastima o agranda el problema? Supongo que desastres con más víctimas, como la Primera Guerra Mundial, no provocaron tanta ansiedad.

—Al margen de otras consideraciones globales, conviene señalar que distintos estudios nos demuestran que hay una ilusión del conocimiento, significa que pensamos reducir la incerteza si estamos sobreinformados. Es una realidad. Pero luego de las Torres Gemelas, se advirtió que la gente que requirió mayor asistencia psiquiátrica fue la que tuvo sobresaturación informativa. Hoy hablo con colegas de otras partes del mundo, no tenemos definición sobre esta pregunta, estamos aprendiendo al respecto, pero se coincide en que la información excesiva, el ranking de muertos o infectados, induce a cierto catastrofismo, a más nivel de angustia. Pero, insisto, no tenemos definición entre los especialistas sobre este fenómeno.

—Sin embargo, cierta desinformación local –caso de los kits para test– también afecta o trastorna?

—Sin duda. Creo, como también se reconoce en el exterior, que en esta primera etapa el Gobierno logró un bajo número de infectados, que escuchó a los técnicos que lo aconsejaron. Pero hay reservas sobre la segunda etapa, sobre la continuidad. El caso de los kits es evidente: no está claro cuántos hay, cómo se repartieron, cuánto se midió, a quiénes, falta la certeza necesaria para seguir leyendo la crisis. Y, sobre todo, no sabemos nada sobre la trazabilidad. Es cierto que también tuvieron problemas semejantes Dinamarca y Alemania, también uno de los países más preparados como Singapur, pero la Argentina está en falta, es necesario ajustar en ese rubro.

—Usted habló, como insiste el Gobierno, en la palabra “solidario”.

—No la utilizo como imperativo categórico, al contrario. La uso porque al recibir un premio, comer un rico postre, recibirse en una graduación o ser padres se activa en el cerebro el núcleo accumbens, que es el lugar donde nos produce la recompensa. En todos los estudios, sobre todo en California, se ha demostrado que ser solidario, altruista, está en ese núcleo cerebral. Hacer el bien nos hace muy bien. Ahora es una oportunidad.