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egolatria

En lo alto

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Una cosa es encontrar un personaje siniestro cuando se está escribiendo una novela: ¡qué maravilla!, me viene muy bien, sí, ya sé cómo es, cómo suena lo que dice, qué cara tiene, por dónde anda, quiénes son sus amigos, sus aduladores, sus enemigos, qué es lo que va a hacer. Y otra cosa es encontrarlo en la vida real: ¡qué horror!, eso es aterrador, cómo puede ese tipo decir semejantes barbaridades, proponer eso, andar en ese mundo, hacer lo que hizo. Se trata en los dos casos del mismo tipo de persona pero, ay, el primero me encanta, es mi creación, es transparente, es lisito, lo conozco, lo acepto, casi le diría que lo quiero. Y el segundo me da miedo, es un extraño, es opaco, es anfractuoso, no quiero ni verlo, no lo comprendo.

El primero es mi hechura y me es útil. El segundo es mi sombra y me hace daño.

No entiendo. Y eso también es aterrador. Hay que ver que tampoco entiendo la teoría de las cuerdas, y eso no sólo no es aterrador sino que es todo lo contrario: es atractivo y estimulante. Es que la teoría de las cuerdas me entra directamente al alma, si es que usted me comprende, si cree en el alma y sabe lo que es el alma; y el tipo siniestro al que veo en televisión y por suerte no sentado a mi mesa parece pertenecer a un destino ineluctable, desasido de todo menos de sus negros propósitos de los que indudablemente no puede liberarse. Tal vez sea un esclavo de esa corriente, pero no lo compadezco: le temo a su pétrea determinación y me pregunto cómo hizo para llegar a ser como es, cómo se decidió por la traición, por el engaño, por la soberbia, por la ambición sin límites, por el ansia de dinero y de poder. Cómo fue que se rindió a la atracción de la siniestra cosa y dejó de mirar a su alrededor, de ver realmente a su semejante, de oír las voces tan hermanas llamándolo; cómo, en qué momento, se cubrió con el manto de la egolatría y empezó a subir. Y allá quedó, muy alto, muy lejos, muy inalcanzable, muy incomprensible.