COLUMNISTAS

Energía escasa

Mi abuelo soñaba con un país que podía recorrerse entero a través de grandes rutas y puentes colosales, con una economía robusta alimentada por el petróleo, el gas y la energía eléctrica que poseía en abundancia. Hijo de inmigrantes europeos, nacido en Rosario en 1910, se hizo ingeniero y dedicó su vida a arrancar de torrentosos ríos, que lo fascinaban, la energía que iba a iluminar la Argentina.

|

Mi abuelo soñaba con un país que podía recorrerse entero a través de grandes rutas y puentes colosales, con una economía robusta alimentada por el petróleo, el gas y la energía eléctrica que poseía en abundancia. Hijo de inmigrantes europeos, nacido en Rosario en 1910, se hizo ingeniero y dedicó su vida a arrancar de torrentosos ríos, que lo fascinaban, la energía que iba a iluminar la Argentina.
Su hijo mayor, mi padre, heredó ese sueño, y yo misma crecí en los obradores de El Chocón, Loma de la Lata y Planicie Banderita, tres nombres de sorpresa para dos represas hidroeléctricas y un yacimiento de gas. Nuestros juegos de infancia transcurrían en gigantescos túneles que albergarían rugientes turbinas, en la costa de lagos artificiales que las alimentarían, en desiertas rutas de la Patagonia, a bordo de una pick-up blanca, contando las torres de aspecto marciano que, nos decía papá, llevaría la luz que estábamos creando a ciudades habitadas por millones.
Pero mi abuelo también vivía del recuerdo de un pasado de pobreza y tenía una visión práctica sobre su propia economía. Así, creaba energía eléctrica en el trabajo pero una vez en casa se negaba a derrocharla. Mi abuela lo padecía: él la seguía por las habitaciones de la casa familiar apagando, fastidiado, las luces que ella dejaba encendidas.
Murió en los primeros años de 1990, cuando el ahorro era cosa de viejos y en las grandes ciudades se levantaban shoppings que consumían tanta energía como una ciudad de miles de habitantes. Mi abuela quedó libre de dormirse, si quería, con la televisión prendida.
Ya no más. Casi una década y media después, asoma la amenaza de que no pueda siquiera encenderla. “Un bien escaso nunca es barato. Y hoy la energía es un bien escaso”, me explicó Dante Sica, secretario de Industria en el gobierno del presidente Eduardo Duhalde. Pero ¿desde cuándo en la Argentina la energía es escasa?
El país, me dijo Sica, tiene cuatro problemas energéticos: uno eléctrico, uno de combustibles, uno de petróleo y uno de gas –lo cual abarca, básicamente, todo el campo energético existente–. El más grave es el último, porque “el 50 por ciento de la matriz energética del país depende del gas”. Y, al igual que con el petróleo, la producción está estancada, las reservas caen, no se invierte en extracción, los precios no son rentables y el Gobierno no extiende las concesiones, por lo que las empresas no tienen, en los términos de Sica y otros expertos, la “certidumbre” para decidir inversiones.
La producción eléctrica, a su vez, “abastece en el promedio y no en los picos” de consumo, porque creció el consumo y porque los veranos vienen cada vez más calientes y los inviernos más fríos. Sin embargo, el de la electricidad sería el menor de los problemas: la oferta crece más que la demanda y para 2010, según Sica, se podrán cubrir los picos. “Dos años más de estrés energético y luego la oferta podrá abastecer la demanda sin problema”.
En cuanto a los combustibles, el asunto parece reducirse a que “sobra nafta y falta gasoil”, porque la economía demanda más gasoil que nafta y las destilerías no generan gasoil suficiente. La solución es relativamente fácil, según Sica: hay que importar más gasoil, “con un sistema adecuado de incentivos”.
Todos los expertos parecen coincidir en que es necesario aumentar las tarifas domiciliarias, creando una tarifa social para los pobres. En Brasil y Chile, el gas y la luz cuestan entre 5 y 7 veces más que aquí. Para mantener las tarifas tan bajas, el Gobierno –también coinciden los expertos, aunque el Gobierno lo niega, como niega la crisis– otorga subsidios encubiertos por cientos de millones de dólares. Así, se sabe, intenta mantener a raya la inflación.
Para evitarlo, esta semana el Gobierno anunció varias medidas, que incluyen la regulación del uso de combustibles en las industrias durante el invierno, acuerdos con Brasil y Chile para evitar que en los tres países falte gas en las casas, y hasta la prohibición del uso de lamparitas incandescentes a partir de 2011. Jorge Lapeña, secretario de Energía en el gobierno de Raúl Alfonsín, me dijo por teléfono que se trata de “medidas aisladas” que no alcanzan ni remotamente a paliar el problema de fondo, que precede a los Kirchner: la falta de una política energética nacional y la persistencia de un pensamiento a corto plazo destinado a crear una situación cada vez más grave.
De los anuncios, el que parecía de mayor impacto en la vida de todos era el de las lamparitas de bajo consumo. Se iban a repartir 5 millones este verano, pero el reparto comenzó y, en medio de una polémica sobre el costo, sobre el color que era feo y hasta sobre un posible daño para la salud, quedó interrumpido cuando no se habían entregado cien mil –los datos precisos, como en tantas otras cosas, no se conocen–. El uso de estas lamparitas es, en realidad, parte de una campaña mundial que los países desarrollados están adoptando, aunque sin llegar a la prohibición. ¿Cuántas personas pueden pagar, en Argentina, por foquitos que cuestan diez y más veces más que los tradicionales?
Luego de escuchar los anuncios, llamé a mi abuela, creyendo que iba a darle la mala noticia: tendría que invertir en lamparitas. Para mi sorpresa, me dijo que “desde hace años” que las usa en exclusiva. “¿Ahorrás mucho?”, le pregunté. No estaba segura; tal vez no. Gastaban más el lavarropas, la heladera y el aire acondicionado.