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Enigma de un autor

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La afirmación me llenó de inquietud. “Se trata de uno de los cuatro autores más finos de entre 40 y 50 años”, había dicho Ignacio Iraola, el director editorial de Planeta, refiriéndose al autor que escudado tras el seudónimo R. S. Pratt firma una novela titulada El fiscal. Me acordé de la malévola afirmación de Fogwill: “Cuando salió el Nunca más corrí a comprarlo para ver si figuraba en el índice de desaparecidos o de represores”. Después reflexioné: la afirmación de Iraola no podía incluirme entre los cuatro porque hace veinte años que tengo 38, pero lejos de ser un alivio –ni dormido ni despierto había escrito esa novela con seudónimo–, esta certeza iniciaba un doble sistema de exclusión, etario y de calidad. ¿Habrá autores más finos y menores que yo? ¿Por qué no pensaron en mí para escribir una novela fina o deliberadamente antifina sobre la sórdida muerte de un fiscal que quiso tomar el cielo por asalto? Desde luego, la finura es un concepto de clase, un subrayado de los in y los out de Landrú y que, aplicado astutamente por Iraola a la literatura, generó cierto escozor. Si un autor no es fino, ¿qué sería? ¿Mersa? ¿Chongo? ¿Bizarro? ¿Nac y pop? ¿Populachero? ¿Berreta? La inquietud se desplazó, proliferó en el imaginario más bien chato del periodismo cultural. Saltaron nombres de autores posibles. Asís, Piglia, Fernández Díaz, Mallo y Birmajer. Pero el libro no sólo era un misterio nominal sino operativo. Se había escrito en sólo treinta días, afirmaba Iraola, a quien después el propio Pratt corrigió: quince. Un elemental desglose indica que hay nombres de autor que pesan tanto o más que el propio libro. ¿Firmaría Fernández Díaz, cuya novela El puñal demoró tres años en ser escrita y vendió más de cincuenta mil ejemplares, un libro de una tirada módica, escrito a los apurones y con seudónimo? ¿Lo haría Asís? ¿Jugaría Piglia, que hizo de la escasez de oferta virtud de la demanda, una apuesta semejante? ¿Lo haría Mallo, que calló desmentir o aceptar la atribución? Astuto, Birmajer salió a desmentir encendidamente su inclusión en la lista, pero sin desmentir que fuera uno de los cuatro autores más finos de entre los 40 y los 50 años, lo que parece implicar cierta creencia en la naturalidad de esa atribución de pertenencia.

Después de su primera afirmación, Iraola lanzó otro desafío, más complicado aún. Eliminada la limitación etaria, aseguró que Pratt es uno de los diez mejores escritores de la Argentina. Pero como no dijo quiénes eran los nueve restantes, el desafío carecía de precisión. Desde luego, es difícil saber quién es el mejor escritor de la Argentina, tanto como nominar para una improbable antología de la mala literatura argentina quién es el peor. El sueño de un autor se cruza siempre con la improbable garantía que significa su nombre, y por eso fue Pratt quien dio la mejor respuesta sobre el enigma de la identidad: “Detrás de mí no hay nadie”. Y agregaría: detrás de una obra ni siquiera hay un “mí”, sino solamente un “eso”.