COLUMNISTAS
un simulacro

Enmascarar el reino de la avaricia

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Sin los acontecimientos del 19 y 20 de diciembre del 2001, no hubiesen existido los del 9 y 10 de este año ni las tardías medidas de prevención para evitar su repetición pero que, como efecto indeseado, alimentó la paranoia inspirada en los más recientes. La dirigencia con responsabilidad en los poderes del Estado no precisó refrescar la memoria de los hechos que precipitaron la caída de Fernando De la Rúa.

Cada vez que en esta década se resolvió asimilar modalidad de protesta con práctica delictiva, fue con ese recuerdo bien presente y en tributo a una regla práctica que parece imperar desde entonces: garantizar la permanencia del orden constitucional depende de consagrar jornadas al pillaje vandálico, el caos y el libertinaje.

Montado en escenarios naturales del espacio público, como el utilizado por los violentos que destrozaron el microcentro para conmemorar un supuesto Día del Hincha ante la pasividad de la policía, la entrega de muchedumbres a ese rito surte un efecto más poderoso -en términos visuales pero también catárquicos- que las presentaciones de “Fuerza bruta”, no por nada convertida en un emblema de los festejos del kirchnerismo.

La predilección por esa compañía es un indicio de que la crisis en las representaciones políticas sincerada con el final abrupto del gobierno de la Alianza es una cuestión palpable e irresuelta. De ella se desprende la imprescindible necesidad de habilitar este tipo de válvulas de escape para que fluya la presión de una demanda largamente insatisfecha.

Solo un simulacro a gran escala estaría en condiciones, sino de canalizar, al menos de enmascarar en forma transitoria el descontento provocado por semejante recorte unilateral al contrato establecido con el electorado. El gobierno podría echar mano a premisas más lógicas que incluso le darían argumentos en las horas difíciles que se le aventuran.

Aceptar que los grupos y no los ciudadanos son los sujetos pertinentes de la democracia podría ser un buen camino para poner de verdad la política en la calle: con notable autonomía de recursos políticos y económicos, compiten entre sí por la acumulación y el ejercicio del poder, al punto de volverse aliados imprescindibles de los gobiernos.

Juliana Di Tullio lo admitió con un fallido cuando reclamó a Daniel Scioli “aguantar los trapos” del Gobierno. La familiaridad con el argot barrabrava sugiere más de lo que expresa. Igual que su colega Edgardo Depetris: vio en los cortes energéticos una sombra desestabilizadora, mientras se hace la luz en la relación de subsidios estatales y burguesía amiga.

Que Lázaro Báez pida a la Justicia que el periodismo cese de divulgar datos de sus firmas y que lo haga desde el diario Prensa Libre, o que Oscar Parrilli justifique como “acuerdo entre privados” las reservas del empresario en los semidesiertos hoteles de la familia presidencial, pareciera darle la razón a la hipótesis anónima de que cualquier modelo de gestión en América latina no funciona sin altos índices de corrupción. Tampoco, al parecer, sin censura previa.

Detrás del rechazo a aceptar que no habrá la prometida huída del infierno y el fin de la bonanza como en cada década, asoma la mueca cínica del pagano Dios Mercado, poco dispuesto a abandonar la comodidad del fidelizado nicho de seguidores locales, aliviados porque en su reino la avaricia no es pecado.
Doce años atrás, un joven interventor del Comfer resistió la orden del presidente De la Rúa para dejar sin señal a los canales que transmitían los incidentes en los alrededores de Plaza de Mayo. Ahora subsecretario General de la Presidencia, Gustavo López asiste impávido a la litigiosa aplicación de la ley de Medios en ese aniversario.

Quién mejor que Martín Sabatella desde la Asfca para convalidar el Brumario 18 de Marx: los grandes hechos de la historia ocurren dos veces. Una como tragedia y la otra, como farsa.

*Titular de la cátedra Planificación Comunicacional, UNLZ.